Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida.
Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo.
Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad».
Es palabra del Señor
REFLEXION
La oración de Jesús al Padre que meditamos, sobrecogidos y emocionados, en el Evangelio de hoy, nos desvela los sentimientos de su corazón: la intensa emoción de aquel momento de despedida, sus humanos sentimientos de tristeza por la separación de los amigos amados, su esperanza y su deseo de que ninguno se pierda en el mundo porque no pertenecían al mundo sino a Dios.
La oportunidad que nos brinda el Evangelio es preciosa: poder cerrar los ojos para entrar en el corazón del Señor, poder quedarnos allí para ser santificados en la Verdad de Dios a través de su propia consagración. Se trata de un lugar privilegiado en el que escuchar, de primera mano, su disponibilidad para cumplir la voluntad del Padre y sus palabras de intercesión por todos nosotros al consagrarnos con él: para que sean uno como nosotros (Jn 17, 11).
Cuesta poco esfuerzo dejarnos elevar con esta poderosa oración pues sabemos que Jesús fue escuchado con agrado por el Padre, llegando hasta su Presencia a través de la oración desprendida del meditar de su corazón (cf. Sal 19, 15).
Nos unimos a la oración de Jesús, la meditamos día y noche, para no abandonar ese lugar privilegiado en el que nos ha permitido descansar y exclamamos con san Ignacio: ¡No permitas que nos separemos de ti!