En aquel tiempo, al salir de la sinagoga, los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús.
Pero Jesús se enteró, se marchó de allí y muchos lo siguieron.
Él los curó a todos, mandándoles que no lo descubrieran.
No porfiará, no gritará, nadie escuchará su voz por las calles.
La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no lo apagará, hasta llevar el derecho a la victoria; en su nombre esperarán las naciones».
Es palabra del Señor
REFLEXION
Jesús ha sanado al hombre de la mano paralizada, y por ello los fariseos se confabulan contra él y traman matarlo; cuando se entera de que lo buscan para matarlo se va, desaparece del lugar, evita el conflicto: no ha llegado su hora.
Pero sigue curando a todo el que se acerca, librando del yugo de la enfermedad y del pecado, sigue anunciando el Reino nuevo que ha venido a traer.
El evangelista nos le presenta como el cumplimiento de las antiguas profecías, el siervo de Yavé de Isaías: enviado amado del Padre, paciente, misericordioso, alejado de la violencia, que anuncia buenas noticias sin ruido ni disputas, que sana las heridas, sostiene a los débiles, enciende la llama de la esperanza. Sobre Él se ha derramado el Espíritu de Dios para ofrecer ese Espíritu a cuantos crean en Él. Su misión también supone llevar el derecho a todas las naciones.
Porque los dones de Dios han de llegar a todos. Con Jesús este plan se va haciendo realidad día a día, un plan que se ofrece en libertad, no por la fuerza; un plan en el que todos los cristianos estamos llamados a colaborar de la misma forma que Jesús: sin modos violentos, con humildad y paciencia, ayudando al que se tambalea, siendo pacientes, haciendo el bien sin ruido y sin protagonismo, llevando esperanza y vida allá donde estemos. Un plan, en fin, que se realiza mediante la práctica de las bienaventuranzas.