En aquel tiempo, Jesús fue a su ciudad y se puso a enseñar en su sinagoga.
Y se escandalizaban a causa de él.
Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe.
Es palabra del Señor
REFLEXION
Aunque los Evangelio componen una biografía de Jesús, bien puede afirmarse que acudió con asiduidad a la sinagoga de Nazaret. Estas instituciones albergaban asambleas de judíos piadosos. Las tenían en todas las poblaciones que habitaban, no solo en Palestina, sino también en los lugares en que formaban colonias en diáspora o dispersión.
Durante años participó en las reuniones sin hacerse notar, escuchaba las lecturas de la Ley antigua, seguía las explicaciones que ofrecían los rabinos y otras personas que se sentían en grado de hacerlo, cantaba salmos e himnos tomados de los libros santos. Alguno bien pudo fijarse en su compostura, fervor y atento seguimiento. Puede recordarse que, a los doce años, se quedó en el Templo de Jerusalén: «Al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntando, todos los que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2, 46-47).
Comenzada la vida pública ejerció como maestro en las sinagogas. En la de Nazaret, en concreto, el antiguo discípulo llenó de asombro a sus conciudadanos. No les cuadraban dos cosas por ellos desconocidas: los milagros que obraba y la sabiduría con que hablaba. Ninguna de las dos correspondía al hijo de José el carpintero, ni al de María, su madre, ni a una persona bien identificada y conocida por su parentela.
Para realizar milagros se necesitaba un poder divino, «¿quién le daba al hijo del carpintero semejante poder? Para manifestar sabiduría, sin más, se necesitaba un aprendizaje, una asistencia a determinadas escuelas y nada de esto habían observado en Jesús de Nazaret. Además, no era cualquier sabiduría, sino la especial que salía de sus labios, «esa sabiduría», exclamaban.
El pasaje de san Mateo asegura el sentimiento de admiración, de encanto con que reaccionó semejante auditorio. No tardaron, empero, en pasarse de la maravilla al escándalo por lo que hacía y decía una persona sobradamente conocida y desconcertante. Jesús no encontró eco en los cercanos que distinguían a lo lejos hasta su timbre de voz. Lo consideraban demasiado suyo para que le dieran audiencia y acogida sin recelos.
«Vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). Al Profeta de los nuevos tiempos, a la persona de Jesús, a su poder y sabiduría divina, solo se llega por medio de la fe. Este don se recibe en el subsuelo de la humildad y de la confianza total en Dios. Buen modelo lo tenemos en el santo que hoy se celebra, a saber: san Alfonso Mª de Ligorio, que siguió fielmente a la persona y doctrina de Jesús Redentor.