Asimismo, como sucedió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos.
Así sucederá el día que se revele el Hijo del hombre. Aquel día, el que esté en la azotea y tenga sus cosas en casa no baje a recogerlas; igualmente, el que esté en el campo, no vuelva atrás.
Acordaos de la mujer de Lot.
El que pretenda guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará.
Os digo que aquella noche estarán dos juntos: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán».
Es palabra del Señor
REFLEXION
El Evangelio nos lleva a otro plano: Jesús advierte que, como en los días de Noé y de Lot, los hombres vivían ocupados en lo suyo, comiendo, bebiendo, comprando, vendiendo, sin percibir el momento de la salvación. La rutina les adormecía el alma.
Y así sucede también hoy: la vida cotidiana, con sus urgencias y búsquedas, puede robarnos la capacidad de discernir lo esencial.
Jesús no condena las cosas ordinarias de la vida, sino la superficialidad con que las vivimos. El peligro no es trabajar, comprar o disfrutar, sino hacerlo sin memoria de Dios, sin horizonte, sin amor. Cuando el corazón se acostumbra a vivir sin referencia a lo eterno, todo se vuelve efímero y vacío.
El Señor nos llama, por tanto, a vivir despiertos, atentos a su presencia, sin miedo a perder lo que pasa para ganar lo que permanece: “Quien intente guardar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará.” (Lc 17,33)
Perder la vida por Cristo no significa destruirla, sino entregarla con amor. Es vivir de tal modo que cada gesto, palabra y decisión tenga un sabor de eternidad.
Para nuestra vida hoy:
Mira hoy la creación con ojos nuevos: todo lo creado es una invitación al encuentro con su Autor.
Pregúntate: ¿vivo distraído en mis cosas o atento a los signos del Reino que ya está entre nosotros?
Y, sobre todo, atrévete a vivir con el corazón despierto, porque el Señor viene no sólo al final de los tiempos, sino en cada instante en que le abrimos la puerta.



