No en vano, las expresiones de este pasaje lucano, como ese descontextualizado y traído por los pelos “médico, cúrate a ti mismo” nos evocan otras expresiones del momento de la pasión, como aquel “¿no eres tú el Hijo de Dios? Pues sálvate a ti mismo”; lo cual nos induce a pensar que, en efecto, ya al comienzo del relato de la misión jesuana, Lucas está anticipando su final y, de esta forma, tratando de responder al descrédito de los seguidores de Jesús por el fracaso de una misión que acaba en una cruz romana; descrédito ante ajenos; frustración en el seno de la propia comunidad lucana.
Lo que tenemos, pues, en este pasaje, no es tan sólo una justificación de Jesús, sino, ante todo, un intento de justificación hacia fuera y, especialmente, de auto-justificación hacia dentro, de la comunidad lucana. Como auto-justificación, se trata de darse respuestas ante la situación de hecho que vive esta comunidad a fines del siglo I (cuando escribe Lucas) y de su sentido (si lo tiene).
Esta situación de hecho se contextualiza en el conflicto que vive la comunidad lucana, enfrentada con un rabinismo naciente resultante de la reorganización del judaísmo tras la destrucción de Jerusalén en el 70, que va a ir excluyendo a las corrientes jesuanas del seno del nuevo judaísmo y que da lugar dentro de estas a una tensión entre la lealtad a su líder caído y lealtad a la tradición judía de procedencia de la que están viéndose expulsados. Poniéndose en la piel de estos primitivos cristianos, es fácil percibir que este conflicto externo al grupo se traduzca en un aún más doloroso conflicto interno de identidad, ante la posibilidad de quedar desarraigados de su base y fuente de sentido tradicional.
El intento de respuesta y resolución anticipada que ofrece Lucas en el pasaje de hoy no es sino una escapada, una salida por la tangente, en dos movimientos: rechazo a quienes nos rechazan y proselitismo en un contexto religioso-cultural nuevo. El primer movimiento queda “legitimado” por la historia: el inveterado rechazo de los profetas, que no es sino rechazo a Dios. En consecuencia, Dios (en la figura profética de la nueva comunidad) repudia a los que le rechazan. Con la diferencia, esta vez (entiende Lucas), de que el repudio es definitivo, o lo que es lo mismo: nos vamos, pero nos llevamos a Dios con nosotros. El subsecuente segundo movimiento, una vez experimentado el desarraigo, la salida de la casa paterna, la emancipación, es buscarse la vida en otros ámbitos, que se traduce en trabajar viñas ajenas: qué remedio, era eso o capitular y desaparecer como grupo.
En realidad, no es una solución inventada por Lucas: es una descripción de la opción seguida por aquellas comunidades jesuanas que darían lugar a un cristianismo autónomo respecto del judaísmo (las comunidades que siguieron la opción de mantenerse cerca del judaísmo rabínico se subsumieron en él o se extinguieron, como ya he hecho notar).
En efecto, el planteamiento lucano (como el de los otros tres evangelios canónicos) es el de Pablo, pues en él está su origen. Fue Pablo quien experimentó primero y en su persona el conflicto que décadas más tarde vivirían las comunidades. Pablo fue quien primero vivió la tensión en su propia carne entre, en un polo, negar lo que para él era irrenunciable, a saber, aquella experiencia en el camino de Damasco relatada en Gálatas y que iluminaria y transformaría radicalmente su vida y, en el otro polo, la dolorosa vivencia del repudio por parte de los suyos a que le abocaba defender aquella experiencia. Y Pablo, en tal tesitura y en medio de todo tipo de conflictos, tuvo que elegir: fue leal a su espíritu frente a la querencia de la propia carne; y se emancipó y salió con dolor y a duras penas de la casa paterna. Pero elección de tal calado tenía que justificarse, para empezar ante él mismo, para no romperse en pedazos. Esa justificación es justamente la que seguirían las comunidades que confiaron en su experiencia y siguieron sus pasos, como aquella a la que Lucas dirige el pasaje del evangelio de hoy, y que hemos visto más arriba.
Ahora bien, entiéndase que todas estas justificaciones y auto-justificaciones no aportan seguridades ni certezas, ni evitan los conflictos: en el trasfondo de las mismas bulle la “debilidad” y el “miedo” y el “temblor”, la inseguridad del que asume el riesgo de escoger y ser fiel a su elección sin más garantías que la esperanza y confianza de que detrás de todo, detrás de su elección no hay meras razones humanas sino un impulso apoyado en Dios.