En el pasaje de hoy nos encontramos con las multitudes que buscan a Jesús y lo intentan retener. Teniendo en cuenta que parece que Jesús necesita retirarse después de una misión extenuante, tendríamos la tentación de tacharlos de inoportunos. Y conociendo el desenlace de su vida nos cuesta valorar el gesto de esta gente a la que atribuimos una motivación puramente interesada: Ahora que hace milagros, cura enfermos, libera endemoniados… ahora sí: ¡Por el interés te quiero… Andrés! –como reza el dicho popular−. Pero bajo capa de aspirar a una actitud más madura y desinteresada es posible que nos estemos engañando sutilmente. Es verdad que debemos tender hacia un amor gratuito y desinteresado por Jesús, pero el afecto de estas personas tiene también, al menos, dos aspectos de los que cabría examinarse. Su actitud y su súplica inoportuna –si queremos llamarla así− brotan de la conciencia de estar necesitados, del reconocimiento de su miseria. ¿No será que nosotros no nos sentimos indigentes? ¿Guardaríamos tanto las formas si no tuviéramos tantas seguridades a nuestro alcance? En consecuencia, este reclamo por Jesús pone de manifiesto que aquellas gentes no se bastan a sí mismas, porque el que algo pide es que algo le falta y no puede conseguirlo por sí mismo. ¿Y no es posible que nosotros hayamos dejado de pedir porque creemos que todo depende de nosotros y de nuestro esfuerzo? Me pregunto si no habremos pasado de un extremo al otro. Ambos igual de equivocados. Hemos querido superar esos tiempos en los que dejábamos en manos de Dios aspectos de nuestra vida que Él mismo había querido poner en las nuestras. Pero nos hemos pasado al extremo en que creemos que todo depende de uno mismo y pedir nos da vergüenza. Y puede que hayamos pasado de la evasión a la soberbia. En el Evangelio constatamos que no basta con reconocer en Jesús al Hijo de Dios: ¡Los demonios también lo hacen! Pero aparece luminoso el ejemplo de la suegra de Pedro. No tienen reparo en rogarle la salud para ella. Se reconocen indigentes y creen en el poder de Jesús para sanarla. Piden humildemente. Y reciben gratuitamente. Por último, no se adueñan del don que les ha otorgado –en este caso, la salud− sino que lo ponen al servicio. |