27/8/21

28 DE AGOSTO : SAN AGUSTIN DE HIPONA

 




Agustín (354-430), argelino, nació de padre pagano, Patricio, y de madre cristiana, Mónica. Se educó en las ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. La Iglesia católica lo acogió mediante el bautismo en 387. Fue ordenado presbítero de Hipona en 391 y obispo de la ciudad en 395. El día 24 de agosto de 410 entraron en Roma, por la puerta Salaria, las tropas de Alarico, saqueándola a hierro y fuego. Esta desgracia motivó que Agustín predicase su Sermón sobre la caída de Roma y escribiera La ciudad de Dios. Dos decenios después, las huestes de Genserico asediaron Hipona, donde su obispo murió en 430.

Agustín vino al mundo el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, pequeña ciudad de Numidia en el África romana. Esa población argelina se llama hoy Souk-Ahras. Aunque no fue bautizado de niño, Mónica le enseñó los rudimentos de la religión cristiana y, al ver cómo el hijo se separaba de ellos a medida que crecía, se entregó a la oración constante, dolorida y confiada. Años más tarde Agustín se llamará a sí mismo el “hijo de las lágrimas de su madre”. Católica ferviente, dedicó toda su vida a la conversión de su hijo al Cristianismo.

De los doce años a los quince, entre 366 y 369, cursa en Madaura, hoy Mdaourouch, estudios de secundaria. Sobresale entre los condiscípulos. Siente gran afición a la poesía. Aprende pasajes enteros de los principales autores que se estudiaban en la escuela: Terencio, Plauto, Séneca, Salustio, Horacio, Puleyo, Cicerón y, sobre todo, el gran poeta Virgilio.

Los amigos de Patricio le aconsejaron enviar a su hijo a Cartago, capital política y universitaria del norte de África. Para esto hacía falta un dinero del que los padres de Agustín no disponían. Por eso, a los dieciséis años, de 369 a 370, los estudios de Agustín se ven bruscamente interrumpidos, en espera de una ayuda económica, y se queda en Tagaste.

Agustín, en vez de hacer algo serio durante aquel año, pierde el tiempo con sus compañeros. No ha recibido el bautismo ni la instrucción religiosa que en aquellos meses habrían podido quizá ayudarle a evitar el mal. Pese a los consejos de su madre, Agustín emprende “los torcidos caminos por los que caminan los que vuelven a Dios la espalda y no el rostro”. Se siente feliz en aquellas vacaciones inesperadas y experimenta los primeros atractivos de la amistad y del amor. Un año después, en 370, marchará a Cartago gracias la generosidad de Romaniano, rico mecenas de Tagaste y amigo de su familia. Por entonces, hacia 371, murió su padre, católico ahora. Entre los 16 y los 30 años de edad vivió con una mujer cartaginesa cuyo nombre se desconoce, con la que en el año 372 tuvo un hijo, Adeodatus, nombre latino que significa “regalo de Dios”.

Agustín contaba casi veinte años cuando se encontró con los grandes libros de la filosofía. Un buen día cayó en sus manos una obra del famoso orador y filósofo romano Cicerón, que el joven leyó con admiración: Hortensius. Por desgracia no ha llegado hasta nosotros; sin embargo, gracias a Agustín podemos leer hoy varias páginas de ese escrito, al que tanto debe.

Esta obra extraordinaria le descubrió el campo de las realidades invisibles y le despertó el gusto y la afición por la búsqueda de la sabiduría y de la verdad. A partir de esa lectura, Agustín comenzó a caminar conscientemente hacia Dios, verdad suprema.

Poco después, Agustín empieza a leer las Sagradas Escrituras, que no comprende, algunos de cuyos contenidos le horrorizan y encuentra escritas con estilo pobre. Decepcionado por su primer encuentro con la Biblia, tantea en otra parte el camino hacia la verdad.

En fatigosa búsqueda tenaz de solución al problema de la verdad –¿puede el hombre conocerla? ¿cómo distinguirla del error?–, Agustín pasa de una escuela filosófica a otra, sin hallar en ninguna una respuesta que calme su inquietud insobornable. Finalmente, frecuenta el maniqueísmo, pues supone que esta interpretación de la realidad le suministrará la explicación racional, sistemática, de todo y orientación moral para su vida. Siguió esta doctrina varios años y la abandonó después de hablar con el obispo Fausto. Decepcionado por este encuentro tan deseado, concluyó que la verdad es inalcanzable. De su corazón se apoderó el escepticismo.

Al tiempo que estudia cuanto cae en sus manos, Agustín se siente subyugado por los libros de astrología. Aunque el cristianismo era la religión principal del imperio, las “ciencias ocultas” estaban de moda por todas partes. Terminados en 373 sus estudios superiores en Cartago, Agustín regresa a Tagaste, donde enseñó gramática un año, hasta 374. Su madre descubre, desilusionada, que su hijo está muy vinculado a los maniqueos. De 374 a 383 fue profesor de retórica en Cartago y escribió Sobre lo bello y apto, obra de que no disponemos.

Un buen día, sin prevenir a nadie y tratando a toda costa de que su madre no sospechara nada del viaje, Agustín se embarca hacia Italia, donde iba a encontrar la solución a sus problemas intelectuales y una respuesta satisfactoria a sus dudas religiosas. En Roma enseñó entre 383 y 384. Un día se entera de que en Milán están buscando un profesor de retórica.

Cuando Agustín llegó a Milán en 384, ya no creía en las doctrinas maniqueas, aunque tampoco estaba cerca del cristianismo. Las críticas de los maniqueos contra la Biblia le parecían irrefutables. Agustín va a librar la batalla decisiva, en que la gracia de Dios saldrá victoriosa.

Los sermones de Ambrosio, obispo de la ciudad, los relatos de Simpliciano, presbítero milanés muy cultivado intelectualmente, y el ejemplo de los compañeros de su amigo Ponticiano han ido calando muy profundamente en el corazón de Agustín. En 385 Mónica llega a Milán. Durante la primavera de 386 lee algunos “libros de los platónicos” y en julio escritos de san Pablo.

En agosto de 386 encuentra en casa el volumen de las Cartas de san Pablo, abre el libro y las primeras frases que saltan a sus ojos son éstas:

«No en comilonas ni en embriagueces,
no en lechos ni en liviandades,
no en contiendas ni en emulaciones,
sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo
y no cuidéis de la carne con demasiados deseos». Rm 13, 13.

Agustín no quiso leer más. Aquellas palabras de San Pablo fueron las que, de una vez para siempre, “como si una gran luz de seguridad se hubiera infundido en su corazón, hicieron que desaparecieran para siempre todas las tinieblas de sus dudas”.

Agustín, que cumplirá 32 años en noviembre, acaba de vivir el día más importante de su vida. Antes de su conversión, había pensado fundar una especie de fraternidad en vida común con algunos amigos y discípulos, deseosos, como él, de profundizar en las cuestiones fundamentales de la filosofía. Una vez convertido, Agustín lleva a cabo aquella idea, pero inspirada ahora en la primera comunidad cristiana de Jerusalén.