En aquel tiempo, Jesús se puso a enseñar otra vez junto al mar. Acudió un gentío tan enorme, que tuvo que subirse a una barca y, ya en el mar, se sentó; y el gentío se quedó en tierra junto al mar.
Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra; como la tierra no era profunda, brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y, por falta de raíz, se secó.
Otro parte cayó entre abrojos; los abrojos crecieron, la ahogaron, y no dio grano. El resto cayó en tierra buena: nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno».
Cuando se quedó solo, los que lo rodeaban y los Doce le preguntaban el sentido de las parábolas.
Muchas veces hemos leído la Parábola del Sembrador en alguno de los tres evangelios que la recogen. Parece fácil comprender su primera parte, referida a los distintos terrenos en los que caen las semillas esparcidas por el protagonista. No lo es tanto cuando Jesús se refiere al misterio del Reino como de un don, dirigiendo la parábola a los que no lo han acogido o a los que lo han enterrado, asfixiándolo en su interior. Para percibir las señales del Reino tenemos que desaprender muchas cosas. Realizar una especie de borrado de imágenes acumuladas a lo largo del tiempo, grabadas en nuestra memoria. Imágenes que alteran el sentido de la vista perturbándolo. Así se lo hemos escuchado a Jesús en el Evangelio de hoy: para que por más que miren no vean. Nos suena como a una especie de acertijo que nos confunde. Tenemos saturados los sentidos y nuestra mente está repleta de imágenes, sonidos, ideas que se nos han ‘colado’ casi sin darnos cuenta, sin ser muy conscientes o siéndolo, como resultado de nuestro esfuerzo intelectual. Toda esta estructura mental altera nuestros sentidos y nos impide captar lo que tenemos delante. No sé si nos atreveríamos a realizar un borrado generalizado, incluso de aquel conocimiento que creemos poseer y del que podemos sentirnos más satisfechos. Los dominicos nos acordamos del ejemplo que recibimos de nuestro hermano Tomás de Aquino tras escribir la Suma Teológica: todo era paja y guardó silencio. La lógica del Reino, no es la nuestra. Unos no entienden las parábolas: las oyen, aunque no las entienden; otros no ven los milagros, aunque se realicen delante de sus ojos. Jesús nos dijo en el capítulo 18 del evangelio de Mateo: si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino. Algunos adultos piensan que los niños no saben mucho. Se equivocan porque los niños están vivos, mucho más despiertos que nosotros. Cuando miran ven y cuando escuchan oyen porque carecen de los filtros que distorsionan los sentidos. No están contaminados por las modas culturales, sus mentes no han sido colonizadas por sus categorías. Tampoco juzgan con sus etiquetas. Ellos tienen la vida y la viven, sencillamente. La dureza del corazón hace que la comprensión de la palabra se transforme en un proceso de manipulación que nos permite seguir en nuestro pecado -pensemos en lo parecidas que son nuestras confesiones-; se trata de un sobresfuerzo intelectual realizado como autojustificación, que no responde a la espontaneidad vivida en la llamada infancia espiritual: ese estado de inocencia mantenido por el auténtico deseo de permanecer en el don recibido, de disfrutarlo, seguros de no necesitar nada más. A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios, nos dice hoy San Marcos. Jesús parece proponer la parábola como un juego mental que solo confunde a los que creen entenderlo todo. La tierra buena representa ese estado inocente, muy fértil, del que acoge porque confía sin necesidad de hacer preguntas. Dios sabe bien dónde está la tierra buena, aunque no solo esparce el grano en ella. Reparte abundantemente, generosamente, incluso en el yermo más degradado y apartado, por si alguien, situado en las fronteras, recibe la luz. El Papa Francisco comenzó su pontificado exhortándonos a ser cristianos en salida. Nosotros, como predicadores, ¿imitamos a nuestro padre Santo Domingo llevando el anuncio de la salvación, esparciendo la semilla, hasta las fronteras? ¿Entramos conversación con los más alejados? ¿Somos nosotros mismos los alejados? |