25/3/21

EVANGELIO VIERNES 26-03-2021 JUAN 10, 31-42

                                      

      En aquel tiempo, los judíos agarraron piedras para apedrear a Jesús.

El les replicó:
«Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?».
Los judíos le contestaron:
«No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios».
Jesús les replicó:
«¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: sois dioses”? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: “¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios”? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre».
Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos. Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde antes había bautizado Juan, y se quedó allí.
Muchos acudieron a él y decían:
«Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad».
Y muchos creyeron en él allí.

Palabra del Señor

REFLEXION:

Jeremías, el profeta desoído y maltratado por su propia gente, es imagen del destino de Jesús, rechazado y perseguido por los principales del pueblo. Es significativo que el rechazo se produce en el Templo, lugar de culto y centro y símbolo de la religiosidad del Israel. La causa de la persecución y del intento de lapidación ya no es el pretendido incumplimiento de la ley, sino la pretensión de Jesús de ser Hijo de Dios. Jesús responde a esa acusación anunciando que esa identidad suya no es exclusiva, sino inclusiva: la salvación consiste en la filiación divina, en entrar en el ámbito de la divinidad, que se alcanza precisamente por medio del Hijo, aceptando la palabra de Jesús.

Pero debemos reconocer que no es fácil aceptar la condición divina de uno que, pese a todo, no deja de ser un hombre. Con frecuencia pienso, que, si yo hubiera sido contemporáneo de Jesús, posiblemente hubiera estado de acuerdo en su condición de profeta, incluso del más grande profeta de Israel. Pero de ahí a aceptar su condición de Hijo de Dios, de Dios mismo, hay un buen trecho. ¿Habría yo dado ese paso? Dar el paso de una fe así exige, al parecer, dar un salto en el vacío. Sin embargo, Jesús insiste en su identidad (y nos invita a dar el salto), pero nos ofrece (como una red) el testimonio de sus obras. La suya no es una pretensión ni una afirmación huera, sino avalada por sus obras. Hay en él una perfecta armonía entre palabras y obras. Su palabra es viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), es una palabra que actúa, que se traduce en obras. Las obras son la prolongación de esa palabra, son acciones salvíficas que hablan por sí mismas. Palabras y obras indican que Jesús, al declararse Hijo de Dios, no se encumbra, ni se pone por encima de los demás, sino que, al contrario, se abaja, se acerca, se pone a nuestro nivel, para hacernos partícipes de esta misma identidad

Pero del duro diálogo con los judíos cabe concluir que “ni por esas”. La contumacia de sus oponentes es total, como en el caso de los enemigos de Jeremías, lo que significa que su suerte, como la del profeta, está echada. Por eso, se retira del Templo y se va al desierto, al lugar de sus orígenes, del bautismo de Juan, del comienzo de su ministerio y de sus primeros discípulos. Es un gesto profético que se puede interpretar como una reivindicación del testimonio de Juan sobre él. Y es allí, en el desierto, donde “muchos creyeron en él”. Si el Templo, símbolo del poder religioso, lo rechaza, es en el desierto, lugar de la experiencia fundante de Israel, donde se produce la fe.

La cuaresma, ya en su recta final, nos invita a volver al desierto, a la experiencia del despojo, del camino esperanzado y de la purificación, para poder encontrarnos con el verdadero Templo de Dios, la humanidad de Jesús, el Hijo de Dios Padre, que, como un nuevo maná, quiere compartir su condición con nosotros. 

Saludos cordiales,
José M. Vegas cmf