17/3/24

EVANGELIO LUNES 18-03-2024 SAN JUAN 1-11 V SEMANA DE CUARESMA

 





En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.

Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.

Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.

Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».

E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.

Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.

Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.

Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».

Ella contestó:
«Ninguno, Señor».

Jesús dijo:
«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».

                                            Es palabra del Señor

REFLEXION

Se abre el telón y aparece en escena un juicio. Una lectura del relato de la adúltera fuera de su contexto en el evangelio de Juan nos produce la impresión inmediata de un juicio en el que la presunta adúltera es la acusada sometida a juicio; los maestros de la ley y fariseos (aparecen como representantes del pueblo judío en su conjunto con su Ley de Moisés) serían el ministerio fiscal acusador; y, Jesús, sería ¿el juez? En este esquema, según nuestro modelo judicial, nos faltaría el defensor de la acusada: ¿cabría atribuirle este papel también a Jesús?

Cuando introducimos este pasaje en su contexto dentro del evangelio, nos encontramos con un escenario algo diferente. Para ello hay que leer la sección inmediatamente anterior (Jn 7, 40-52, léase) donde se presenta un debate a varias partes en torno a la figura de Jesús y donde se exponen diversos juicios respecto a su identidad y su autoridad como profeta o mesías. En estos juicios sin presencia del interesado, Nicodemo (personaje que aparece en Juan 3) se destaca como figura defensora del ausente con una pregunta lapidaria: “¿acaso nuestra ley nos permite condenar a alguien sin haberlo oído previamente para saber lo que ha hecho?”.

La escena siguiente es precisamente este juicio formal reclamado por Nicodemo, ahora sí con la presencia de la persona acusada: se trata del pasaje de hoy, donde – como ya puede colegir – la persona acusada es Jesús bajo el disfraz de una mujer innominada.  Los acusadores son los defensores de la ley de Moisés – en la figura de maestros de la ley y fariseos -. En este juicio ¿de qué se acusaría a Jesús? ¿acaso de adulterio? El debate de la sección previa pone en tela de juicio si Jesús es profeta o no; precisamente, los libros proféticos utilizan recurrentemente una metáfora para describir la infidelidad a Dios y su alianza: el adulterio. Jesús no sería, pues, profeta, sino violador contumaz de la ley, por lo cual no habría que escucharle, sino condenarle. (Los evangelistas pretenderán probar que precisamente Jesús es profeta en tanto que siguió el destino de los auténticos profetas: no fueron escuchados y fueron condenados).

Si nos apercibimos, en esta segunda versión, echaríamos a faltar nuevamente la figura del abogado defensor, pero en este punto merece la pena recordar que el propio acusado ejerce su propia defensa, defensa que consiste en su silencio; un silencio significativo que rechaza no sólo la acusación sino que recusa a los mismos que le juzgan: están inhabilitados para acusar. ¿Por qué habrían de estar inhabilitados para juzgar? La razón más inmediata que se nos presenta es que los mismos que acusan de no cumplir la ley, tampoco la cumplen ellos. Pero detrás de esta causa inmediata hay una razón de mayor calado: en realidad nadie puede cumplir la ley. Esto nos lleva a un tercer escenario del pasaje de hoy: el juicio a Jesús se torna en un juicio a la ley. (Recuérdese, en relación a esta ideología y lo siguiente, que el evangelio de Juan es tributario de las tesis paulinas más genuinas de Gálatas y Romanos).

Ahora nos encajan todas las piezas y nos podemos explicar la conclusión del pasaje: una absolución y una condenación. Una absolución para aquella mujer innominada en quien se esconde no sólo Jesús acusado, sino toda la humanidad, que queda, así, liberada del yugo de la ley de Moisés (“puedes irte”). Una condena a esa misma ley, juzgada que no sirve para el fin para el que se creó, esto es, alcanzar a Dios. Esa ley queda sustituida por un referente en carne en Jesús, definitivo profeta de Dios. “No vuelvas a pecar” concluye el texto: en efecto, en el evangelio de Juan, “pecar” es no creer que Jesús es la Palabra encarnada de Dios. Así, pues, llegado Jesús, no retornes atrás, a la ley, pues está superada y no lleva a la vida. En este sentido, el pasaje siguiente, una vez hecho el juicio, Jesús puede proclamar triunfante: “Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida”.

Epílogo: seguramente, el lector avisado se habrá percatado de que en este juicio seguiría faltando una figura central, la del juez. En verdad, siempre ha estado presente: es Dios mismo, juez y testigo privilegiado de Jesús y de todo hombre. Precisamente, con esta idea concluye Juan su primer libro (capítulos 1 a 12, véase Jn 12, 37-50), antes de iniciar el relato de la pasión. En realidad, todo el evangelio de Juan no es sino un libro acerca del testimonio sobre Jesús, profeta definitivo, palabra verdadera de Dios, pues con este mensaje comienza, con este mensaje concluye.

Fr. Ángel Romo Fraile
La Virgen del Camino (León)