En continuidad con la primera lectura, el Evangelio nos plantea un Signo de Dios, de su Hijo Jesús, para creer en Él. Los fariseos, guardianes de la ortodoxia, parecen tener el copyrigth de Dios, pero no se trata del Dios de la Vida, del Amor, el Padre amoroso de los hombres, sino el Celoso Guardián de lo “políticamente correcto” Por eso Jesús no se anda con medias tintas y les lanza esa respuesta: el signo de Jonás: que es, por un lado, la Pasión, Muerte y Resurrección y, por otro, la Conversión de los alejados mediante la penitencia.
Hoy sin duda el desafío es reconocer en nuestro mundo un signo de la presencia salvadora del Hijo de Dios. ¿Lo somos los cristianos, la Iglesia por Él querida y en la que habita el Espíritu? Aunque nos parezca que, en general, hay un abandono del sentido de Dios, estoy convencido de que son muchos los que, desde el fondo de su corazón, piden esta señal, nos la piden. ¿Podríamos decir con San Pablo que Cristo vive plenamente en mí, en mi vida? ¿Podríamos predicar como Jonás con el riesgo de ser perseguidos y desacreditados?
Muchas preguntas que buscan, ante todo, que tomemos conciencia de nuestra fe comprometida en el Dios que nos salva con su Muerte y Resurrección, que acudamos a Él en la oración más que pidiendo, poniéndonos a su disposición para amar con su mismo amor a nuestros hermanos los hombres.
“Para estar dispuesto a morir al propio yo, es necesario comprender a fondo y valorar hasta qué punto se ha comprometido Dios a cuidar de nosotros. Si somos capaces de aceptar que nunca nos abandonará, ni se dejará ganar en generosidad por nosotros, podremos soltar las riendas de nuestra vida con más facilidad. Si las aferramos con tanta fuerza es que no estamos convencidos que nuestro Padre Dios ha adquirido ese compromiso. Morir al yo está íntimamente ligado a saber que cuidar de sus hijos está en la propia naturaleza de Dios. Es como si no estuviéramos persuadidos de lo que ganamos, al dejar por Cristo, esas cosas de la tierra”.