Los profetas son la puerta que pone en comunicación a Dios con los seres humanos, y a los hombres con Dios. A nosotros nos dan palabras divinas y a Dios le dan nuestras mejores palabras. Después él las usa para hablar con nosotros, en un diálogo continuo donde nosotros aprendemos la lengua de Dios y nos volvemos más humanos y Dios se vuelve más Dios.
El Capítulo once del rollo de Oseas contiene algunos de los versos más hermosos de toda la Biblia. Son una cima de la profecía. Pero no podemos comprenderlos si antes no atravesamos los versos de condena, maldición, decepción y traición de los capítulos anteriores, si no nos encontramos con las palabras que Oseas utiliza para decirnos que la Alianza con Dios y su pueblo está rota para siempre, que la promesa se ha desvanecido por la infidelidad de Israel.
Si nos saltamos los capítulos difíciles y duros de la Biblia, si esquivamos el Gólgota y el Domingo de Ramos e inmediatamente vamos a Galilea, las resurrecciones se vuelven falsas y no salvan a nadie. Sólo quien muere de verdad puede conocer una resurrección verdadera.
Dios transformó el yugo de los ídolos que oprimían a los demás pueblos en lazos de amor, cuidando al pueblo como a un hijo. Pero el pueblo no quiso escuchar nada y siguió con sus prostituciones. La libertad conquistada gracias al aflojamiento del yugo se convirtió en una ocasión para escapar en busca de otros amantes, para alejarse de casa. Porque, como hemos aprendido también nosotros, los lazos de amor no dejan de ser lazos, y los hijos si consiguen romper sus lazos, incluso los que hemos creado solo para amarlos. Se les llama a mirar hacia lo alto: Se nos llama a ver las estrellas. Sólo los sapiens saben hacerlo, los animales no pueden mirar al cielo. Quizá sea esta la definición más bella de la vocación humana.
En la no-esperanza irrumpe lo inesperado. El dorso de las cosas se pliega y comienza para Dios el tiempo de la fidelidad sin reciprocidad. Dios cambia su mirada, invierte la marcha, cambia la dirección de su acción, y por tanto se convierte. Y hace algo que no debería hacer, lo contrario de lo que había dicho que haría. De esta lucha emerge un Dios inédito. Resulta espléndido que la diferencia entre Dios y el hombre consista precisamente en ser capaz de amar incluso sin reciprocidad. Dios nos ama renunciando a la reciprocidad.
El profeta reconoció la vida que le rodeaba y finalmente la comprendió. Pero una certeza sí tenemos: Oseas encontró y anunció una resurrección porque llegó hasta el fondo de su crisis y de la de su comunidad. Ni un solo centímetro antes. La certeza de un futuro nació de la certeza final. Demasiadas veces no resucitamos porque nos quedamos en la primera o segunda estación del vía crucis, no llamamos a las crisis por su nombre tremendo, nos consolamos con pequeñas resurrecciones y no tocamos el fondo de los abismos, donde el pie puede intentar levantar un nuevo vuelo.
Sólo así, resucitados desde la misma raíz podremos ir y anunciar el reino. Nuestro mundo necesita testigos creíbles, convencidos y convincentes. El mensajero debe de pasar el Evangelio por su propia vida, para luego transmitirlo con veracidad. Quien realmente quiere hacer las mismas obras de Jesucristo tiene que creer firmemente su Palabra y que esa Palabra es capaz de curar, resucitar, limpiar y echar cualquier tipo de mal que nos ata, no precisamente con ataduras de amor.
El discípulo de Jesús es aquel que vive en total gratuidad. El verbo "cobrar" no puede estar en el vocabulario de un cristiano, porque sería como estafar a un Dios que nunca pasa factura y olvida nuestras deudas. Mercadear con las cosas de Dios es la mayor de las ingratitudes. Aquí no valen medias tintas o lo hacemos gratis o mejor no hacerlo. Hacer negocio a cuenta de Dios es el mayor antitestimonio que podemos dar a esta sociedad mercantilizada. Es hora de volver a la esencia de la gratuidad, allí donde nacen las ataduras del amor eterno.