Nace Benito en la comarca de Nursia y estudia en Roma
Sobre el lugar en que Benito nace y sobre su familia San Gregorio sólo nos dice: Nacido en la región de Nursia en una familia acomodada». La tradición dará por supuesto que Benito nació no sólo en la región de Nursia, sino en la misma ciudad de Nursia, actualmente Norcia, provincia de Perusa. Nació hacia el año 480. Por lo que el mismo santo pontífice escribe, al final ya de los Diálogos, sabemos que tuvo al menos una hermana, Escolástica. A los dieciséis o diecisiete años Benito «fue enviado a Roma a cursar los estudios literarios» (Diál., II, D. Le acompañó su fiel nodriza.
¿Qué estudió en Roma? Es de suponer que lo que entonces se solía estudiar: retórica, filosofía y derecho. La regla, que redactará en la plenitud ya de su vida, es prueba clara de que su autor poseía una notable formación literaria.
Como buen cristiano que era, durante su estancia en Roma asistiría con fidelidad a las celebraciones litúrgicas en alguna de las basílicas romanas y oraría ante la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo y la de tantos y tantos mártires. […] Pero en el alma del joven de Nursia se había ido afianzando el ideal de una vida cristiana seria y comprometida y el riesgo de dejarse arrastrar por el ambiente moralmente malsano en que se movía la juventud estudantil le alarmó. Y fue precisamente esto último lo que, según San Gregorio, le impulsó a despreciar los estudios literarios y a abandonar la casa y los bienes de su padre (Dial., II, pról.).
«Deseando agradar sólo a Dios, buscó el hábito de la vida monástica»(Dial., II, pról.)
Salió de Roma y «acompañado únicamente de su nodriza, que le amaba tiernamente, llegaron a un lugar llamado Effide —hoy Affile hoy—, donde, retenidos por la caridad de muchos hombres honrados, se quedaron a vivir junto a la iglesia de San Pedro» (Dial., II, 1), ¿Cuánto tiempo?
No parece que fuera poco. De todos modos en los planes del joven Benito era un primer paso, sólo un primer paso. El paso siguiente y decisivo lo dio al verse rodeado de la admiración de todos por su primer hecho milagroso. Como en Roma, su nodriza se preocupaba de que nada le faltase. Un día ésta pidió prestada a las vecinas una criba de barro para limpiar el trigo con el que, molido, preparar el pan para los dos. «La dejó incautamente sobre la mesa y fortuitamente cayó al suelo y se partió en dos trozos». Viendo rota la criba, rompió a llorar desconsolada la pobre nodriza. Al verla Benito, conmovido, tomó los dos trozos de la criba y se entregó a la oración. Al levantarse, la criba estaba entera. «Y consolando cariñosamente a su nodriza, le devolvió entera la criba».
La noticia corrió rápidamente por el pueblo y el ambiente se le hizo insoportable a Benito. ¿Qué hacer? Poner en práctica sin esperar más el plan de hacerse ermitaño que venía acariciando desde hacía tiempo. Y decidido, "huyó a escondidas de su nodriza y buscó el retiro en un lugar solitario, llamado Subiaco, distante de la ciudad de Roma unas cuarenta millas —unos 75 kilómetros—, un lugar en el que manan aguas frescas y límpidas, cuya abundancia se recoge primero en un gran lago y luego sale formando un río» (Dial., II, 1).
No es difícil imaginar la vida del joven ermitaño. Conocía, sin duda, la vida de los padres del desierto, la vida de San Antonio, prototipo de éstos, sobre todo. Como ellos contemplaría a Dios presente en todo, rezaría salmos, recordaría meditativamente la vida del Señor y los grandes acontecimientos de la Historia Sagrada, Tendría luces y consuelos. Mas también tentaciones y desolación. […]
Padre de Monjes en Subiaco
Con el tiempo Benito fue descubierto y la soledad de su cueva se convirtió en lugar de encuentro para algunos (Diál., II, 1.). […] A no tardar mucho, Benito se ve rodeado de fieles cristianos que abrazan la vida monástica y tienen en él un guía y un animador en los caminos que llevan a Dios. Con ellos pone en marcha doce monasterios, doce construcciones rudimentarias sin duda, con doce monjes en cada uno. De todos ellos Benito es padre espiritual y guía en los caminos que llevan a Dios. Organización esta de la vida monástica que recuerda no poco a la de San Pacomio.
En Subiaco pasa San Benito algo más de 25 años. Tiene, pues, ya cerca de 50 años. Dejándose llevar de la mano providente de Dios, el joven que se encerraba en la cueva de Subiaco para toda la vida se había convertido en padre de un grupo notable de monjes, en un experimentado abad.
La envidia de un sacerdote de la región, envidia que termina en odio mortal que le lleva a intentar pervertir a los discípulos del santo abad, mueve a éste a tomar una decisión radical: ausentarse él de Subiaco. Del infeliz sacerdote dice San Gregorio que se llamaba Florencio y que era «el abuelo de nuestro subdiácono Florencio».
Antes de ausentarse se preocupa de que los doce monasterios, que le han tenido a él como abad, sigan funcionando con normalidad. Para ello nombra para cada monasterio un abad (Dial., II, 8).
Padre de Monjes en Montecasino
Es bastante probable que la causa por la que San Benito deja Subiaco y se dirige a Montecasino no fuese sólo evitar las consecuencias para sus monjes del odio del pobre sacerdote Florencio, sino también responder a la petición de personas influyentes que le habían sugerido que convirtiese en monasterio las ruinas existentes en la montaña que se eleva cerca de la ciudad de Casino. Lo que por otra parte le permiría intentar convertir en realidad el ideal monástico que poco a poco había ido madurando. Subiaco, en efecto, había sido para él un campo muy rico en experiencias. […]
[En Montecasino], en la transformación de los edificios existentes y en la construcción de nuevos edificios trabajaron los monjes bajo la dirección de su abad (Dial., II, 9,10,11...). Poco a poco el nuevo monasterio fue reuniendo las condiciones para que los monjes, sin salir de la cerca del monasterio, estrechasen más y más los lazos de la caridad fraterna, celebrasen solemnemente el «Opus Dei» (la «obra de Dios u oficio divino), se entregasen a la lectio divina y a la contemplación, comiesen, durmiesen y recibiesen a los huéspedes «que nunca faltan en los monasterios.
[…] Fue un orante. Vivió sumido en la contemplación. Orando le encuentran los que a él se acercan. Y orando obtiene que Dios ayude, milagrosamente a veces, a los que le piden algo. Como imagen viva de lo que su biografiado fue, San Gregorio dedica todo un largo capítulo, el 35, a una visión que San Benito tuvo al final ya de su vida, visión en la que «vio el mundo entero congregado ante sus ojos». Esta visión la tuvo, cuando, como de costumbre, «mientras aún dormían los hermanos, el hombre de Dios Benito, solícito en velar, se anticipaba a la hora de la plegaria nocturna de pie junto a la ventana y oraba al Dios omnipotente» (Dial,, II, 35).
[…]En la última etapa de su vida compuso lo que él llama varias veces y después así la han llamado sus hijos e hijas la Santa Regla. San Gregorio, que la conocía bien, hace de ella este cálido elogio: «No quiero que ignores que el varón de Dios, entre tantos milagros con que resplandeció en el mundo, brilló también por su doctrina; porque escribió una regla para monjes, notable por su discreción y clara en su lenguaje». Una regla que, como el mismo San Gregorio afirma a continuación, es un fiel reflejo de su vida.
Último encuentro con su hermana Escolástica y muerte de ambos
Todos los años se reunían cerca de Montecasino San Benito y su hermana Escolástica, santa también, de la que San Gregorio dice que -se había consagrado a Dios desde su más tierna infancia». Ambos morirían en 547, Escolástica tres días después de este encuentro, el 10 de febrero, Benito el 21 de marzo. A este encuentro y a la muerte de ambos dedica San Gregorio los capítulos 33 y 34 de los Diálogos.
Como en años anteriores pasaron el día juntos, «ocupados en la alabanza divina y en santos coloquios». […] «Y al acercarse las tinieblas de la noche tomaron juntos la refección». Al ver que Benito se disponía a levantarse de la mesa, Escolástica le dice: «Te suplico que no me dejes esta noche, para que podamos hablar hasta mañana de los goces de la vida celestial». A lo que Benito replica tajante: «¡Qué es lo que dices, hermana! En modo alguno puedo permanecer fuera del monasterio». […] Escolástica calló. Conocía bien a su hermano. Pero no se dio por vencida. «Juntó las manos sobre la mesa con los dedos entrelazados, y apoyando en ellas la cabeza comenzó a orar a Dios omnipotente». Y Dios omnipotente escuchó su oración. Una inesperada tormenta comenzó a descargar sobre la región. «Que Dios te perdone, hermana, ¿qué has hecho?», le dice contrariado Benito. A lo que Escolástica le contesta irónica: «Te lo pedí a ti y no me escuchaste; se lo he pedido a mi Señor y me ha escuchado. Sal ahora si puedes; vete al monasterio». Y San Gregorio sentencia: Dios es amor y era justo que tuviese más poder quien más amaba».
Tres días después San Benito vio el alma de su hermana volar al cielo bajo la forma de una paloma. […] Pasado poco más de un mes moría San Benito. […] «Fue enterrado en en el oratorio de San Juan Bautista, que él mismo había edificado en el lugar en que había sido demolido el altar de Apolo y tanto aquí como en la cueva de Subiaco, donde antes había habitado, brilla hasta el día de hoy por sus milagros, cuando lo merece la fe de quienes lo piden» (Dial., II, 37).
Padre de los Monjes de Occidente y celestial Patrono de Europa
La fama de santidad, con la que mientras vivió le rodearon los que le conocieron, no parece que se extendiera después de su preciosa muerte mucho más allá de Montecasino, de Subiaco y de algunos otros monasterios que se habían beneficiado de su paternal dirección o que habían adoptado su regla como norma de vida monástica (Cfr. Dial., II, 37), monasterios que, por otra parte, habían sido arrasados por los longobardos.
Será más tarde, pasados no menos de 45 años, cuando el nombre de San Benito y su regla se extenderán por toda Europa. El impulso decisivo lo dio el santo pontífice Gregorio al hablar largamente en sus Diálogos con admiración y veneración del «hombre de Dios Benito» y del valor de su Regla y al enviar a Inglaterra a monjes del monasterio de San Andrés, que vivían según la regla de San Benito. A no tardar mucho, como fruto de una de las más bellas epopeyas, Europa quedará materialmente poblada de grandes abadías y de pequeños prioratos que tendrán a San Benito como padre y a su regla como norma de vida, razón por la cual se le considera a San Benito como el padre de los monjes de Occidente.
Y porque, sirviéndose de la cruz, de las letras y del arado», los hijos de San Benito atrajeron a la civilización cristiana «a los pueblos que habitaban desde el mar Mediterráneo hasta las regiones escandinavas y desde Irlanda hasta las tierras de Polonia», el papa Pablo VI declaró a San Benito, en 1964, Patrono principal de Europa.
Augusto Pascual, O.S.B.