Desde el domingo pasado leemos en el evangelio de san Lucas una nueva etapa en el ministerio público de Jesús. Deja Galilea y emprende decidido el viaje hacia Jerusalén. Vive una maduración en el proceso de asumir radicalmente su tarea de Enviado, Mesías y Salvador.
Humanamente va quedando más solo, menos rodeado de multitudes. Según el plan del Padre, su misión se realizará desde el servicio, la entrega, la renuncia… enfrentando la persecución y el rechazo, sin buscarlos, pero sin evadirlos.
Aumenta, entonces, la radicalidad que Jesús pide –y Lucas recoge– a uno que se ofrecía a seguirle y a dos a los que llamó: ‘Sígueme’. Radicalidad también reflejada en las condiciones de un nuevo envío de discípulos por delante de él. Poco antes lo había hecho con los Doce (símbolos de las doce tribus de Israel) y ahora con setenta (y dos), símbolo de ‘todo el mundo’, como alusión a la universalidad del mensaje y a la universalidad de la vocación y urgencia del anuncio.
Es importante en ese envío darnos buena cuenta del contenido a anunciar, de quiénes sean los anunciadores y de cómo anunciar. El Sínodo que la Iglesia viene celebrando, con sus acentos (comunión, participación, misión) ofrece una nueva oportunidad de hacer camino juntos unidos a aquellos setenta (y dos) que Jesús envió.