Arzobispo y teólogo bizantino, segundo Patriarca de Constantinopla. Conocido por su elocuencia, sus dotes retóricas en la homilética. Venerado como santo por las iglesias católica y ortodoxa, y considerado doctor de la Iglesia
San Juan Crisóstomo nació en Antioquía, en una fecha ignorada hasta ahora, pero que los historiadores sitúan dentro del decenio 344-354, año este último en que el emperador Constancio mandaba ejecutar a su primo Galo, al que había nombrado antes César para que, como tal, reinara en Antioquía.
Familia y formación
El padre tenía un nombre latino: Segundo, y pertenecía, con el grado cíe general, al Estado Mayor de la prefectura de Oriente, cuya capital era Antioquía. Murió muy joven, al poco de nacer su hijo Juan y cuando su viuda apenas rebasaba los veinte años. Ésta se llamaba Antusa, de linaje griego, como indica su nombre (=floreciente: Florencia) y procedía de noble abolengo, según apunta el historiador Sozomeno. En Juan confluían, pues, en feliz mezcla, las dos principales culturas que por entonces convivían en Antioquía.
Al quedarse viuda, Antusa se entregó por entero a la crianza y educación del único hijo. Sin tocar para nada la herencia del padre, disponía, con su hacienda propia, de suficientes recursos para dar a su hijo la mejor educación. […] Sin descuidar, pues, la formación y educación cristiana, que, por los resultados, fue sin duda exquisita y completa, la joven viuda proporcionó a su hijo los mejores maestros y las más calificadas escuelas. Juan le rinde adecuado homenaje cuando, en su obrita A una joven viuda, sobre el matrimonio único, dice: «Efectivamente, cuando yo era un joven todavía, mi maestro, que sin embargo era el más supersticioso de todos los hombres, expresó públicamente que admiraba a mi madre. Fue, pues, el caso que, tratando de averiguar, como de costumbre, entre los vecinos quién era yo, y al responderle alguien que hijo de viuda, quiso saber por mí mismo qué edad tenía mi madre y cuántos años llevaba de viuda. Y cuando le dije que tenía cuarenta años y que habían transcurrido veinte desde que perdió a mi padre, se quedó pasmado y, mirando a la concurrencia, gritó: ¡Ah, y qué mujeres hay entre los cristianos!».
Parece ser que el maestro aludido era nada menos que el famoso Libanio (314-393), el orador y literato griego más importante de la antigüedad tardía, que en su obra encarnó gran parte de los ideales y de las aspiraciones de las clases urbanas más acomodadas de su tiempo y que, a pesar de no ser cristiano, fue maestro eficaz de jóvenes cristianos como Juan y Teodoro de Mopsuestia, y antes probablemente también de San Basilio y San Gregorio de Nacianzo.
Como señala Paladio, Juan, consciente de su «despierta inteligencia», quiso ejercitarse en las letras, con miras a ponerlas «al servicio de la cancillería imperial«, siguiendo el designio de su madre, pues, cuando quiera dejarla para hacerse monje, ella le dirá: «Te he guardado íntegra tu herencia, aunque nada he dejado de gastar de cuanto era necesario para tu educación». También ella pretendía para su hijo en el porvenir una «buena posición». […]
Contaba Juan sus veinte años cuando se bautizaba durante la vigilia pascual, en la noche del 19 al 20 de abril del año 368.
Monje
Desde ese momento, comenzó a frecuentar la escuela que Diodoro —obispo de Tarso más tarde— dirigía en la misma Antioquía, una institución que era a la vez cenobio, seminario y centro de estudios superiores, bíblicos y teológicos. […] Ignoramos cuándo murió la madre de Juan, Antusa. Debió de ser, en todo caso, dentro de la década de los sesenta. Efectivamente, cuando a él y a su amigo Basilio intentan ordenarles de sacerdotes, parece que Antusa no es ya obstáculo. Las razones que Juan aduce para justificar su negativa —y su treta para hacer que Basilio sí se ordenara, solo— no tienen ya nada que ver con la intervención de su madre, como en la vez anterior. Por otra parte, su actividad literaria comienza alrededor del año 370, pues conocemos por lo menos cinco tratados anteriores a su ordenación, lo que supone cierta independencia y libertad de acción.
Ya por estas calendas había echado raíces el tristemente conocido como «cisma de Antioquía», que tenía divididos a los ortodoxos en dos partidos: el del obispo Melecio y el del obispo Paulino. Fue una de tantas funestas consecuencias de los destierros decretados por los emperadores, en este caso por Juliano el Apóstata. Desde nuestra perspectiva, el obispo legítimo era Melecio, y Juan era de su obediencia y comunión.
Poco antes de su segundo destierro, Melecio, conocedor de las prendas intelectuales y espirituales de Juan, logró que éste accediera al lectorado y formara parte de sus más cercanos y fieles colaboradores.
Pero en la conciencia de Juan seguía resonando la llamada de la vida monástica y, suelto ya el nudo de los afectos maternales, creyó llegado el momento de marchar a la soledad y abrazar la vida ascética con todas sus consecuencias. Se retiró, pues, al asceterio de Silpio, situado sobre una colina en los aledaños de Antioquía, bajo la dirección espiritual de un anciano monje sirio. Corría el año 372. Al cabo de cuatro años, se sintió con ánimo y fuerzas para intentar avanzar en su camino de austeridad, «se encerró solo en una cueva, ansioso de pasar inadvertido, y allí pasó veinticuatro meses, sin dormir, la mayor parte del tiempo, y aprendiendo a fondo los Testamentos de Cristo, para desterrar la ignorancia». Así se expresa su biógrafo Paladio. Como era de esperar, este riguroso género de vida terminó minando la salud de Juan, que al cabo de una par de años -378- se vio obligado a volver «al puerto de la Iglesia».
Presbítero y Predicador
No esperó Juan a reponerse del todo. En seguida reanudó su función de lector y comenzó su actividad en el terreno de la pastoral práctica, preocupación que se refleja en las obras de todo este período.
El mismo año de 378, muerto Valente en la batalla de Andrinópolis contra los godos, el nuevo emperador, Graciano, publicó un edicto de tolerancia, que permitió al obispo Melecio regresar a su sede. Convocado para asistir al segundo Concilio Ecuménico, que se celebraría en Constantinopla el año 381, Melecio ordenó de diácono a Juan, que ejerció como tal durante cinco años. Melecio murió durante el concilio, cuya presidencia había ejercido hasta entonces. Para sucederle, eligieron a Flaviano, con lo que se perdió la mejor ocasión para acabar con el cisma antioqueno.
Y así es como fue el sucesor de Melecio, Flaviano, quien, a finales de 385 o comienzos de 386, ordenó de presbítero a Juan.
Pero es justamente esta época, la que media entre su presbiterado y su elevación al episcopado (386-398), la más fecunda y fructuosa, y sin duda la más gratificante para un alma apostólica como la suya, enteramente consagrada al servicio de la Iglesia en su misión evangelizadora. La resume así Paladio: «Fue ordenado presbítero por Flaviano, y a la vez que brilla durante doce años en la Iglesia de Antioquía, enaltece al clero de allí con la rectitud de su vida, sazonando a unos con la sal de la sabiduría, iluminando a otros con sus enseñanzas y abrevando a todos en las fuentes del Espíritu.
Es la época dorada de su predicación, de la que nos quedan numerosas y magníficas muestras: homilías, sermones, panegíricos etc. Y de la misma época proceden también sus mejores comentarios, casi siempre homiléticos, a la mayor parte de los libros de la Sagrada Escritura, donde ejercita los métodos exegéticos aprendidos de Diodoro de Tarso, aunque dándoles siempre un toque muy personal y significativo, por su preocupación pastoral, que le distingue de los otros comentaristas. En términos puramente indicativos, citemos para el año 386 sus Comentarios al Génesis y a Isaías, y sus Homilías sobre el Incomprensible, contra los anomeos (herejes arrianos radicales).
El año 387, el pueblo antioqueno ve colmada su paciencia con el nuevo impuesto extraordinario del fisco imperial, se echa a la calle en franca rebelión y se ensaña de modo especial con las estatuas del emperador Teodosio y de su familia, derribándolas y mutilándolas. La represión de los arqueros imperiales fue brutal y Teodosio amenazó incluso con arrasar la ciudad. Trató de mediar el anciano obispo Flaviano, acompañado de dos comisionados. El presbítero Juan llenó la anhelante espera con sus celebérrimas Homilías sobre las estatuas, en las que se superó a sí mismo y logró que la elocuencia cristiana alcanzara cimas pares de la mejor oratoria clásica griega. Pero su objetivo no era el lucimiento personal, sino el consuelo y la posible conversión de los habitantes antioquenos, de los que solamente eran cristianos —y divididos— unos cien mil.
En fin, puede decirse que en estos doce años de ministerio presbiteral en Antioquía, su carisma de predicador consiguió los mejores frutos entre aquella versátil población, que solía escucharle atentamente y prorrumpir en aplausos con frecuencia, y su preocupación pastoral le hizo poner lo más posible por escrito, de modo que legó a las generaciones posteriores la impagable y magnífica herencia de sus obras, que hoy podemos leer y asimilar, al par que disfrutar.
Patriarca de Constantinopia
El Concilio de Constantinopla, del año 381, había reconocido a la sede constantinopolitana la primacía de honor después de Roma, reconocimiento que la convertía, de hecho, en patriarcado. Como San Gregorio de Nacianzo renunció antes de terminarse el concilio, el primer patriarca efectivo había sido Nectario. Al morir éste el 26 de septiembre de 397, el primado de honor había ido ya derivando poco a poco en primado de derecho, por lo que la sucesión no era fácil, dada la abundancia de candidatos, pero sobre todo teniendo en cuenta los recelos del patriarca de Alejandría, Teófilo, que presentaba su propio candidato en la persona del presbítero Isidoro, hechura suya.
El gran emperador Teodosio I había muerto en 395, y el trono imperial de Oriente lo ocupaba su hijo mayor, Arcadio, de carácter débil y fácilmente irritable, que había dejado el gobierno en manos de sus ministros, sobre todo en las de su valido el eunuco Eutropio.
Fue precisamente Eutropio quien rechazó la candidatura alejandrina y fijó su elección en la persona del presbítero Juan de Antioquía, cuya fama de hombre capaz de sofocar y apaciguar una revuelta con su elocuencia había subido hasta él. Eutropio se las ingenió para sacar de Antioquía a Juan, sin que supiera el verdadero motivo, y llevárselo a Constantinopla en la diligencia del correo imperial. En el transcurso del viaje y muy lejos ya de Antioquía, le informaron a Juan que le conducían a Constantinopla para convertirle en obispo de su sede. […] Cuando esto ocurría, Juan se hallaba en la plenitud de sus facultades y en el máximo esplendor e irradiación de su santidad. En todo Oriente no tenía igual para interpretar las Escrituras y proyectar sus enseñanzas en la acción pastoral y en la vida espiritual de sus fieles. No hacía exégesis de gabinete. Siguiendo el método aprendido en la escuela de Diodoro de Tarso y dejando de lado toda interpretación más o menos fantasiosa, tan cultivada por los comentaristas alejandrinos, Juan se apoyaba simplemente en el sentido literal de las Escrituras, y fácilmente, sin gran esfuerzo, hallaba las lecturas y explicaciones adaptadas a las circunstancias y necesidades reales de los oyentes. Lo mismo que en Antioquía, ahora, en Constantinopla, tampoco sentirá el más mínimo temor de pegar fuerte, de condenar valientemente los vicios de los propios cristianos y de denunciar todas las flaquezas y todos los pecados de los ricos y de los poderosos de este mundo que se olvidan de los pobres.
Como obispo de Constantinopla con rango patriarcal, su preocupación inmediata fue acabar con el cisma de Antioquía, para lo cual no vaciló en pedir la mediación de Teófilo de Alejandría, olvidando rivalidades, para que apoyara su carta al papa de Roma, Inocencio I, al que rogaba que admitiera a la comunión al anciano Flaviano. No fructificó su gestión, y entonces Juan se entregó de lleno a la reforma y renovación de su diócesis.
Constantinopla había recibido como jefe espiritual y pastor un obispo que era egregio y elocuente orador, pero también un santo, y para un santo los principios están hechos para aplicarlos. El carácter de su predecesor, Nectario, hombre bonachón y permisivo, había dejado que el fasto, la relajación e incluso la inmoralidad se instalaran cómodamente en todos los estratos de la vida de las personas y de la sociedad. La acción pastoral de Juan sería su contrapunto. Los temas de su predicación actual no iban a diferenciarse demasiado de los que predicara en Antioquía, pero entonces era simple presbítero, respaldado por su obispo Flaviano. Ahora el pastor y responsable último era él, de modo que las consecuencias serían muy diferentes: persecuciones en vez de aplausos.
Comenzó la reforma por su propia casa, desterrando todo atisbo de lujo y acabando con la pompa que solía acompañar anteriormente a las audiencias del obispo. Y a la hora de comer, lo hacía solo, disfrutando de la frugal dieta que venía manteniendo desde sus tiempos de monje. Entre el clero también se había extendido el contagio de la molicie y buena vida, pero el obispo, sin olvidar eso, insiste sobre todo en la necesidad de acabar de una vez con la inveterada y funestísima práctica de la cohabitación de las llamadas “hermanas espirituales” en casa de un clérigo célibe. A los monjes, numerosísimos en Constantinopla y muy dados a frecuentar la mesa de los ricos, imitando a los clérigos, y a vagar incontrolados por calles y plazas, el obispo Juan los obligó a encerrarse en sus monasterios y ejercitar en sus celdas los ideales de la vida ascética que habían profesado.
Pero sobre todo fustigó el afán de lujo y de acaparamiento de riquezas, porque todo eso redundaba inexorablemente en mengua y daño de los pobres y humildes, que en su corazón ocupaban siempre el lugar más destacado y eran el centro de su amor. La preocupación por los pobres está siempre viva y presente en toda su predicación, pero muy especialmente en la de los años de episcopado. Impulsado por la misma, no vacila siquiera en denunciar al todopoderoso Eutropio, enriquecido a costa de los demás, a quien debía, como vimos, su elección.
Por otra parte, dio un gran impulso a las celebraciones litúrgicas, no sólo como vivencia del misterio de Cristo, sino también como catequesis eficaz y escuela permanente de formación y crecimiento de los fieles en la fe verdadera. Todavía hoy la Iglesia bizantina titula su «misa» como La divina liturgia de nuestro padre entre los santos, Juan el Crisóstomo.
El resultado más inmediato de esta acción pastoral fue, de una parte, el entusiasmo del pueblo llano, que siempre aplaude a quien ataca a los ricos y poderosos, y de otra, el resentimiento de los monjes, obligados a clausura, y la desconfianza y hostilidad de buena parte del clero, intrigante y frívolo, además de poderoso, que se sentía incomodado y humillado con las diatribas de Juan. […]
Tribulaciones
Pronto, pues, comenzaron las contrariedades. En julio de 399, el jefe de la guarnición militar de Constantinopla, el godo Gaína, cuando se descubrió su conspiración con el jefe de los godos de Asia Menor, como precio de la paz con éste, exigió, secretamente apoyado por la emperatriz Eudoxia, la entrega del todopoderoso Eutropio, a lo que el débil Arcadio accedió. Eutropio, sin embargo, logró refugiarse en Santa Sofía, acogiéndose al derecho de asilo que él mismo, un año antes, había abolido, abusando de su influjo sobre Arcadio. También el pueblo, harto de las tropelías y prepotencia del ministro, se la tenía jurada. Así es como Juan tuvo que enfrentarse con el pueblo y con la autoridad imperial, que exigían la entrega del ministro, en defensa del inalienable derecho de asilo en lugar sagrado. Con este motivo pronunció los dos famosos sermones En defensa de Eutropio, encabezados por las palabras sapienciales: ¡Vanidad de vanidades, y todo vanidad! (Qo 1, 1).
Tampoco faltaron, al contrario, las tribulaciones causadas por hermanos en el episcopado. En la propia Constantinopla, al abrigo de la Corte, merodeaban algunos obispos que preferían intrigar en la capital a ejercer el pastoreo espiritual de su grey en aburridos e incómodos burgos. […]
Por si esto fuera poco, al final del 401 —o comienzos del 402— se presentó en Constantinopla un grupo de monjes egipcios, de Nitria, expulsados de su tierra por el patriarca alejandrino Teófilo, que los acusaba de ser origenistas (defensores de las doctrinas de Orígenes). Entre ellos, cuatro destacaban por su gran estatura, lo que dio pie a la gente para llamar a todo el grupo “los hermanos largos”. Juan los acogió caritativamente y les dio alojamiento en la hospedería aneja a la iglesia de Santa Anastasia, aunque no los admitía a comunión mientras Teófilo no les levantara la excomunión, lo que inmediatamente le pidió. El patriarca Teófilo, sin embargo, nada olvidadizo de humillaciones y agravios, verdaderos o supuestos, creyó llegada su hora de revancha contra Juan y contra el canon XXVIII del segundo Concilio Ecuménico, que proclamaba la primacía de Constantinopla sobre Alejandría.
Involucrando hábilmente en el asunto a cuantos creía poder manejar: Epifanio de Salamina, de Chipre, el emperador Arcadio, la emperatriz Eudoxia —que se creyó aludida en el sermón de Juan sobre la reina Jezabel— y la mayoría de los obispos egipcios y de Asia, además de los palaciegos antes mencionados, Teófilo condujo el asunto con tal astucia que, en septiembre del 403, logra la anuencia del emperador para convocar un concilio. Éste se reunió, efectivamente, en una finca de propiedad imperial denominada «La Encina», y el propio Teófilo lo presidió. Juan, naturalmente, no asistió. Pero, entre otras cosas, se le acusó de haber acogido a los monjes origenistas excomulgados, de haber maltratado a los monjes enviados por Teófilo como embajadores suyos, de haberse entrometido en los asuntos de otras provincias y de haber consagrado para ellas obispos, incluso indignos, como era el caso —decían—del nombrado para Éfeso. Y exigieron la presencia de Juan.
Pero Juan, en Constantinopla, tenía junto a sí mayor número de obispos que los reunidos en «La Encina», y más plurales, pues los del concilio eran casi todos egipcios. Les envió un delegado para que expusiera su negativa y denunciara la incompetencia de ese conciliábulo para juzgarle. Se sucedieron las conminaciones de un lado y las negativas del otro. Juan no estaba dispuesto al atropello de ser juzgado por enemigos. Teófilo y su concilio, finalmente, dejando de lado las anteriores acusaciones, convierten en acusación principal la negativa de Juan a comparecer, por lo cual levantaron acta de esta negativa, le depusieron de su episcopado y pidieron al emperador que expulsara de su sede al obispo depuesto.
El pueblo fiel, sin embargo, devoto de su santo pastor, que nunca temió cantar las verdades incluso a los más poderosos, no estuvo de acuerdo en absoluto, empezó a agitarse seriamente y amenazó con una verdadera sublevación. Temiendo Juan esta eventualidad y con ella dar a los enemigos un nuevo motivo de acusación, al cabo de tres días, se presentó a las autoridades, reclamó otros jueces y, sin más, obedeció la orden del emperador de marchar desterrado a Prenetos, en la costa de Bitinia.
Apenas salido Juan, Teófilo y los suyos cometieron la imprudencia de echarse sobre Constantinopla, tomar al asalto las iglesias y ponerse a predicar contra Juan. Fue demasiado para el disgustado pueblo, que se sublevó furioso pidiendo el regreso de su obispo. Por otra parte, algo misterioso debió de ocurrir —no sabemos qué— en palacio, el caso es que perturbó fuertemente el ánimo de Eudoxia, más supersticiosa aún que arrogante, hasta el punto que, al día siguiente, sin contar con Arcadio, envió a Juan un mensajero que le presentase excusas y protestas de adhesión a su venerada persona, a la vez que le ordenaba regresar inmediatamente, para ocupar de nuevo su sede.
Escrúpulos de índole jurídica —¿sería legítima su deposición, o no?—, pero también de orden espiritual, hacen que Juan vacile. Por fin se decide a emprender el camino de regreso, aunque todavía se detuvo y demoró algún tiempo en las cercanías de Constantinopla. La voz del pueblo fiel, sin embargo, venció sus últimas resistencias. Su entrada en la ciudad fue de triunfo apoteósico: como señal de la voluntad imperial, le precedía un notario, y luego le acompañaba, rodeándole, más de una treintena de obispos. La muchedumbre, inmensa, le aclamaba a gritos, entre lágrimas y aplausos. Ya en la iglesia catedral, se retuvo de dar rienda suelta a sus sentimientos y se limitó a pronunciar unas breves palabras, no de reproche ni de queja contra nadie, sino de acción de gracias.
Teófilo y sus cómplices, humillados por este triunfo de su enemigo y, sobre todo, temerosos del concilio que el emperador quería convocar inmediatamente y que indudablemente pondría al descubierto sus intrigas y manejos, escaparon rápidamente a Alejandría, en espera y al acecho siempre de otra ocasión mejor para llevar a efecto sus turbios manejos. Esa ocasión, por desgracia, no tardó en presentarse.
Juan, siempre fiel a sí mismo y a sus principios, continuó en su predicación exhortando a la conversión y a la virtud, y fustigando los vicios sin temor a nadie y sin hacer excepción de nadie. En noviembre del mismo año 403, la inauguración de una estatua de la emperatriz se acompañó de toda clase de espectáculos y diversiones, cuya inmoralidad inflamó de nuevo al predicador, quien pronunció una serie de sermones en los que Eudoxia se vio directamente aludida y señalada. En consecuencia, ella y el emperador se negaron a asistir a la liturgia de la Navidad, presidida por Juan, lo que significó la ruptura definitiva entre ambas partes. [...]
El emperador ordenó arresto domiciliario para el obispo, y el pueblo fiel se sublevó en apoyo de su pastor, pero la brutal -incluso cruenta- represión, junto con el acoso de los enemigos de Juan al emperador, lograron que Arcadio diera el paso decisivo y que Eudoxia olvidara sus temores supersticiosos, de modo que se apresuraron a decretar el destierro definitivo de Juan y le dio orden de partir inmediatamente. Era el 9 de junio de 304. Teófilo podía sentirse satisfecho.
Destierro definitivo
Juan, experto conocedor de la doctrina canónica, sabía bien que el conciliábulo de La Encina, le había depuesto al margen y contra toda ley canónica, y por tanto, que la base de la principal acusación no tenía el menor apoyo legítimo, pero no movió un dedo para defenderse, sobre todo por temor a que por su causa siguieran los tumultos y el derramamiento de sangre inocente. Siempre dispuesto a obedecer, se despidió de sus fieles y salió de Constantinopla, camino del destierro.
Su partida, sin embargo, no sólo no evitó los tumultos, sino que pareció haberlos acrecentado y exacerbado. En uno de ellos, se produjo el incendio de Santa Sofía, del Senado y de gran cantidad de casas. La respuesta de la fuerza pública fue terribilísima, y se ensañó muy especialmente con los partidarios y amigos más cercanos de Juan, e incluso alcanzó a los obispos nombrados y consagrados por él para las Iglesias de Asia Menor. Juan trató de consolarles mediante sus cartas, donde se explaya y derrama su alma sensible y tierna como ninguna, en contraste con su apariencia de austero asceta.
Bien escoltado, llegó a Nicea el 3 de julio, sin saber todavía el término de su destino. Durante la semana que permaneció en Nicea, se le notificó que el lugar de su destierro era Cúcuso, en la Armenia Menor, un poblacho fronterizo, triste y desabastecido, en la falda de una de las montañas de Isauria. El viaje duró más de dos meses, en medio de las mayores penalidades, suavizadas sólo por el consuelo de los fieles que en muchas partes salían a su paso, llorosos y compasivos, aunque, en su corazón, esto no compensaba el dolor producido por la casi general hostilidad de sus hermanos en el episcopado, cuyas diócesis iba atravesando. Así ocurrió, por ejemplo, en Cesarea de Capadocia, donde, además, cayó enfermo. El sucesor de San Basilio le ignoró por completo, pero un buen médico le atendió y curó, y pudo reanudar el viaje e incluso afrontar la travesía de la temible cordillera del Tauro y llegar, por fin, el 20 de septiembre, a Cúcuso.
Desde que llegó, su ya quebrantada salud se fue debilitando paulatinamente, abrumado como estaba, no tanto por las penalidades, increíbles, del propio destierro, como por el pesar y preocupación por sus fieles amigos, que en Constantinopla seguían siendo perseguidos por causa de él. [...]
El final
Entretanto, en Constantinopla fracasaban una y otra vez los esfuerzos del papa de Roma Inocencio I en favor de Juan, pues exigía la revisión del proceso de La Encina en un nuevo concilio general y clarificador. La reacción de los enemigos de Juan y del mismo emperador fue totalmente negativa, y por temor a un cambio de la situación, encarcelaron a los legados del papa y, ya en el verano de 407, lograron de Arcadio que hiciera llegar a Cúcuso la orden de trasladar inmediatamente a Juan a Pitionte (hoy Pitsunda), a unos 1.500 km más al Norte, a los pies del Cáucaso, en la ribera oriental del mar Negro, donde los habitantes eran todavía más salvajes y temibles que los isáuricos.
Viaje terriblemente atroz. Salieron de Cúcuso el 25 de agosto, y en jornadas de veinte km, a pie, bajo un sol abrasador y a veces bajo lluvias torrenciales, el 12 de septiembre llegaban a Dazimat (hoy Tokat). A pesar del estado de agotamiento de Juan, por la marcha y por la enfermedad, al día siguiente reanudaron el viaje. Sin parar, atravesaron la Comana Póntica, y al cabo de dos leguas, hicieron alto en un lugar (hoy Bizeri) situado alrededor de una ermita dedicada al mártir San Basilisco. Para pasar la noche, acomodaron a Juan junto a la tumba del mártir. Fue su última noche, como se lo anunció en sueños el propio San Basilio.
Al día siguiente, en efecto, 14 de septiembre, reanudaron la marcha, pero habían caminado apenas unos cientos de metros, cuando el enfermo cayó, completamente agotado, y ya no pudo levantarse más. Le volvieron a la ermita, recibió como viático la Eucaristía y, mientras repetía su jaculatoria preferida; «¡Gloria a Dios en todo!», expiró. Apenas tenía los 58 años.
Le enterraron allí mismo, junto a las reliquias del santo mártir titular de la ermita.
Enterado de su muerte, el papa de Roma, Inocencio I, se negó a restablecer la comunión con los patriarcas orientales mientras no incluyeran el nombre de Juan en los dípticos de sus Iglesias. El primero en obedecer, el patriarca de Antioquía, no lo hizo hasta pasados seis años, en 413, y el de Alejandría, Cirilo, sucesor de Teófilo, no se decidió hasta el 419, y sólo entonces accedió también el de Constantinopla.
A partir de ese momento, la figura del desterrado fue recuperando aprecio y admiración, que pronto se convirtieron en entusiasmo y veneración cada vez mayor. En septiembre de 428, al comienzo del patriarcado de Nestorio, el emperador instituyó para el día 26 una fiesta en honor del santo patriarca Juan. La plena rehabilitación, sin embargo, no llegó hasta pasados diez años, cuando el emperador Teodosio II hizo trasladar sus reliquias a Constantinopla, y tanto el viaje como el recibimiento en la ciudad se convirtieron en una marcha triunfal y multitudinaria, desde la orilla del Bósforo, hasta la iglesia de los Santos Apóstoles, donde se depositaron las reliquias el 27 de enero del 438, precisamente junto a los sepulcros de Arcadio y de Eudoxia.
Ésta es la fecha que para su conmemoración señalan el Martirologio Romano y los Sinaxarios orientales. En los Menologios griegos aparecen otras fechas para otras celebraciones, pero como dies natalis o día del fallecimiento, siempre se celebró el 14 de septiembre.
La Iglesia griega le venera, junto con San Basilio y San Gregorio de Nacianzo, como «gran Maestro ecuménico», y la Iglesia latina, como Doctor de la Iglesia, junto a San Atanasio, San Ambrosio y San Agustín. El papa Juan XXIII puso bajo su patrocinio el Concilio Vaticano II.
El título de «Crisóstomo» -o sea, “Boca de oro”- que quiere expresar y poner de relieve la admirable elocuencia del santo, no se Ie otorgó de manera general hasta el siglo VI, pero desde entonces casi ha llegado a sustituir al nombre propio.
Argimiro Velasco Delgado, O.P.
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.