Fue un importante misionero jesuita, miembro del grupo inicial de la Compañía de Jesús y estrecho colaborador de su fundador, Ignacio de Loyola. Destacó por sus misiones que se desarrollaron en el oriente asiático y en el Japón, recibiendo el sobrenombre de Apóstol de las Indias.
Presbítero jesuita y patrono de las misiones
Javier (Navarra) 7 de abril de 1506 - Isla de Sancián (Asia) 3 de diciembre de 1552
Fechas clave en la vida de Javier:
1506. Nace en el Castillo de Javier, sexto y último hijo de Juan de Jaso y María Azpilicueta.
1525. Marcha a París para estudiar en la Sorbona
1528. Conoce en París a Ignacio de Loyola y Pedro Fabro, con quienes comparte habitación.
1533. Se une a la «Compañía» de Ignacio.
1534. Practica los Ejercicios Espirituales, dirigidos por Ignacio. El 15 de agosto, el primer grupo de "compañeros' de Ignacio emite los votos.
1535. Parten para Venecia, con intención de embarcar para Jerusalén, adonde no irán. Se dirigen a Roma, donde Pablo III los acoge y bendice.
1537. Javier es ordenado sacerdote el 24 de junio.
1540. El 14 de marzo es nombrado delegado papal para todo Oriente, y al día siguiente parte hacia Lisboa.
1541. En abril zarpa la flota portuguesa hacia las Indias, con Javier a bordo, entre los más humildes de la embarcación.
1542. El 6 de mayo arribaba a Goa, capital del imperio portugués. Intensa labor misionera.
1545. Llega a Malaca, después de venerar el sepulcro de Santo Tomás en Meliepur.
1549. El 15 de agosto, Javier pone pie en Japón: el primer misionero cristiano que llega hasta allí. Luego volvería a Goa.
1552. En su afán misionero de evangelizar China, llega a la isla de Sancián, donde murió el 3 de diciembre.
1622. Es canonizado el 12 de marzo.
La alegría de Javier, clave de su perfil humano, espiritual y misionero
[...] Decir que Javier tenía un carácter alegre y una especial donosura en el trato, es decir bastante, pero no es decir todo, ni siquiera lo más significativo. Acerca de lo primero, el doctor Navarro informa a Tursellini: «[De niño] nadie era más honrado, jovial y afable que él». Él escribe de sí mismo a su hermano Juan acerca de su mundo de relaciones en la Universidad de París: «Acá se me hacen todos muy amigos».
Damos un paso más cuando descubrimos en los abundantes testimonios de sus compañeros de viaje el significado oblativo de una alegría que él sirve gratuitamente como un bálsamo que alivia las penas, y enjuga las lágrimas de todos los que le rodean. Sobre todo en los momentos difíciles de enfermedades, peligros por mar y tierra, y trances especialmente dolorosos. Todos se le acercaban para sacudirse el yugo oprimente de sus pesares y reencontrar la paz y la esperanza amenazadas. ¿Acaso no es éste el sentido más inmediato de «evangelizar»?: contagiar de la verdadera vida que nos ha sido regalada en Cristo, y que se extrovierte en la bandeja de la santa alegría como signo de autenticidad de lo encontrado.
No me privo de reproducir un maravilloso testimonio tomado de una carta del padre Melchior Nunes Barreto a sus hermanos en Coimbra. En él encontramos el aroma que desprendía el Javier de la última época. El Javier resultante de la misión del Japón, crucificada quizá como ninguna de la anteriores: «A principios de febrero quiso Dios nuestro Señor traernos inesperadamente al Padre Maestro Francisco del Japón; y creo que vino más movido por inspiración divina que por razón humana, por la mucha necesidad que había de arreglar las cosas de la Compañía en estas partes de la India. Vosotros, mis Hermanos, podréis comprender la alegría que su llegada trajo a mi alma, si tenéis en cuenta qué cosa es ver a un hombre sobre la tierra, que andando en ella conversatio eius in caelis est. ¡Oh mis Hermanos, qué cualidades vi en él en esos pocos días que tuve trato con él! ¡Oh, qué corazón tan encendido en el amor de Dios! ¡Oh, con qué llamas arde de amor al prójimo! ¡Qué cuidado tiene para resucitarlas y restituirlas al estado de gracia. siendo ministro de Cristo para la más bella obra que hay sobre la tierra, la justificación del impío y pecador! ¡Oh, que afable es, siempre riendo con rostro afable y sereno. Siempre ríe y nunca ríe: siempre ríe porque tiene siempre una alegría espiritual... Y a pesar de ello nunca ríe, ya que siempre está recogido en sí mismo y nunca se disipa con las criaturas».
Siempre ríe y nunca ríe... ¿No es acaso la viva pintura del rostro del Cristo de Javier? ¿No se hizo Francisco, poco a poco, trasunto de aquella imagen serenamente gozosa, alegremente víctoríosa, contenida a la vez que inmensamente expresiva? [...]
Germán Arana S.J.