La fiesta de hoy desde antiguo forma parte del misterio de Navidad. Es una faceta de este misterio la idea de que nuestra redención y la humanización de Cristo llevan implícitos el misterio de la maternidad divina y la singular mediación de la Madre de Dios en nuestra salvación. Nuestra salvación es un misterio de la gratuidad concedida a los hombres y precisamente a través de una encarnación del Hijo de Dios como hombre en dependencia de la maternidad de María. María es la “llena de gracia” precisamente en su función de ser Madre de Dios. Por el cometido ejercido en la encarnación es por lo que María es “llena de gracia” como ninguna otra criatura lo ha sido y lo será. Nuestra fiesta es, pues, admirar cómo una criatura ha sido desbordada por el don de la gracia como nunca una persona la había sido ni lo será.
La admiración ante el misterio que hoy celebramos es el que inspiró obras sublimes como la pintura de la Anunciación de Fr. Angélico, los poemas sublimes de Paul Claudel o las secuencias de F. Zeffirelli, pero también impulsa nuestros sentimientos particulares de devoción en el día presente al leer el relato de la palabra de Dios de S. Lucas.
La Iglesia ha celebrado este misterio de la plenitud de gracia de la Virgen desde muy antiguo. La santidad original de María se celebró desde los siglos V y VI y pasó luego a Occidente, donde se celebró como fiesta litúrgica en Italia y pasó luego a otros países.
Pero es la celebración de hoy no podemos menos de recordar la interminable y cansina discusión sobre condiciones de la liberación del pecado original. A partir del siglo XII los teólogos y el pueblo fiel que le seguía se vieron envueltos en una disputa interminable sobre precisiones de tiempo y alcance de tal obra de santificación de la Virgen, empezando por inquirir cuándo y cómo se realizó la liberación del pecado original que es con el que nacemos todos. Las elucubraciones de Duns Scoto, sobre todo, sostuvieron que la Virgen fue inmune del pecado original, mientras que S. Bernardo, Sto. Tomás y otros habían sostenido que la Virgen había incurrido en el pecado original del que fue luego liberada. Interminables discusiones sobre el tema que, inexplicablemente, envolvieron también al pueblo fiel en dependencia de los teólogos. Todo esto sólo se superó cuando Pío IX en 1854 y en la Bula que definía este dogma tomó una vía intermedia afirmando que la Virgen María fue “preservada inmune de la culpa original desde el primer instante de su concepción”. Como decía el gran mariólogo S. Alberto Magno, yo nunca podré saber en qué momento preciso se realizó la liberación del pecado original en la Virgen, pero es que eso es mera curiosidad pues el dogma lo único que evidencia es la gratuidad del don recibido de Dios.