Ten compasión de nosotros. Como los dos ciegos del evangelio que leemos hoy nosotros vamos caminando en busca de algo que nos ayude, que nos permita ver. Dios está entre nosotros, nos tiende la mano, nos abraza amoroso, pero nosotros no le vemos. Nuestros ojos no son capaces de ver la cara amable del Padre que se muestra ante nosotros en cualquier signo de la vida, de nuestra propia vida; que se despliega ante nuestro espíritu. Puede que, como los dos ciegos, seamos capaces de alcanzar a Jesús y pedirle que abra nuestros ojos, que nuestra fe en él sea suficiente para que pueda decirnos “que os suceda conforme a vuestra fe” y esta sea tan firme y tan verdadera que la luz se abra camino entre la oscuridad que nos rodea y podamos comenzar a ver. “Espera en el Señor, se valiente”. No otra cosa nos pide Jesús, con el salmista. Él nos invita a confiar ciegamente en un Padre misericordioso que nos está tendiendo la mano siempre, aunque nosotros seamos tan ciegos que la rechacemos, que no queramos su guía; que prefiramos ir tropezando con los hoyos y las piedras del camino porque desconfiamos de la bondad de Dios para con nosotros. Y será necesario que nuestra alma, que todo nuestro ser, grite que queremos ver, que estamos convencidos de que es la mano de Dios la que se nos tiende en medio de nuestras tinieblas, permitamos que su mano llegue a asir las nuestras y nos ayude a salir del terrible pozo donde no llega la luz, donde nuestra desconfianza, nuestra falta de fe, nos tiene encerrados y sujetos. ¿Seremos capaces de fiarnos del Hermano mayor, del primogénito, que quiere que veamos? ¿Podremos llegar a ver en la creación que nos rodea la mirada amorosa de Dios que se acerca, abre nuestros ojos, y nos invita a seguirle? |