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EVANGELIO DOMINGO 05-03-2023 SAN MATEO 17, 1-9 SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

 





En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

                                       Es palabra de Dios

REFLEXION

 Todos los años, en el segundo domingo de cuaresma, leemos el relato de la transfiguración. Corresponde, pues, en este domingo leer el texto de Mateo. Los pormenores del este relato mateano no nos alejaría mucho de su fuente, que es Marcos (9,2ss). Lucas (9,28ss) sí se ha permitido una autonomía más personal (como la oración, por dos veces, que es tan importante en el tercer evangelista y otros pormenores, como cuando Moisés y Elías hablan de su “éxodo”). Para el evangelista Marcos es el momento de emprender el viaje a Jerusalén y este es el punto de partida; Lucas ha querido adelantar la Transfiguración antes de emprender de una forma decisiva el “viaje” (9,51ss). Por tanto, Mateo es el más dependiente de Marcos a todos los efectos literarios. Deberíamos pensar que una experiencia muy intensa vivida por Jesús con algunos de sus discípulos, ha marcado la tradición de esta narración.

 El hecho de que esté en este momento, tras la predicación de Jesús en Galilea y ya a las puertas de emprender el viaje definitivo a Jerusalén, resulta elocuente. No podemos negar que esta narración está concebida con el tono apocalíptico y con el lenguaje veterotestamentario pertinentes. Las dos columnas del AT, Moisés y Elías son testigos privilegiados de esta “experiencia”, en el monte (que nosotros lo conocemos como el Tabor, pero que no está identificado en el texto, y no es necesario). Porque el “monte” en cuestión es un símbolo, un lugar sagrado, un templo, el cielo… Precisamente esos dos personajes del AT tuvieron con Dios su experiencia en el monte, el Sinaí o el Horeb que es lo mismo. Por tanto, ya podemos llegar a percibir unas claves concretas de lectura a partir de estas semejanzas con los personajes mencionados. Por una parte están esos personajes para ser testigos de la “intimidad” de Jesús, el Hijo de Dios, pero en su necesidad más humana… Jesús, no es un impostor que habla del Reino a los hombres sin autoridad. Moisés y Elías testifican que no es así… si “conversan” con él es porque ellos le conceden a Jesús el “testigo” definitivo de la revelación. Pero este no es solamente un nuevo Moisés o un nuevo Elías… es el Hijo, como hace notar la voz celeste: escuchadlo!

 Independientemente de la fisonomía literaria y teológica del relato, con las cartas marcadas por la cristología que respira la narración, nos preguntamos: ¿Qué significa la transfiguración? La transformación luminosa de Jesús delante de sus discípulos, ya camino de Jerusalén y de la pasión, es como un respiro que se concede Jesús para ponerse en comunicación con lo más profundo de su ser y de su obediencia a Dios. Jesús lee, digamos, su propia historia a la luz de su obediencia a Dios con objeto de llevar adelante ese plan de salvación para todos los hombres. Jesús no sube al monte de la transfiguración siendo el Hijo de Dios de la alta cristología, sino el hombre-profeta de Galilea que pregunta a Dios si el camino que ha emprendido se cumplirá. Por eso Lucas pone tanto interés en la oración, porque estas cosas se preguntan y se viven en la oración. Y las respuestas de Dios se escuchan también en la experiencia de la oración. De esa manera, los dos personajes que se presentan acompañando a la nube divina, Moisés y Elías, representantes cualificados del Antiguo Testamento, indican que ahora es Jesús quien revela a Dios y a su mundo. Los discípulos le acompañan, pero no pueden percibir más que una especie de sosiego que les lleva a pedir y desear “plantarse” allí, construir tiendas en lo alto del monte.

 Pero los hombres están abajo, en la tierra, en la historia, y se les invita a bajar, como una especie de vocación; deben acompañar a Jesús, recorrer con él el camino de Jerusalén, porque un día ellos deben anunciar la salvación a todos los hombres. Jesús decide bajar de ese monte y pide a los suyos que le acompañen. Viene de “arriba” con la confianza absoluta de que su Dios lo ama… y ama a los hombres. Pero en Jerusalén no le otorgarán la autoridad que ahora le han concedido Moisés y Elías. También un día Moisés tuvo que bajar del Sinaí y se encontró con la realidad de un pueblo que se había fabricado un becerro de oro (Ex 32,1-35); Elías también descendió del Horeb (1Re 19), sabiendo que lo perseguirían las huestes de Jezabel que querían imponer a los dioses cananeos. Jesús tuvo que aclarar en el “monte” si su mensaje y su vida eran la voluntad de Dios. La voz celeste, por muy apocalíptica que suene, lo deja claro.

 ¿Se debe o no se debe subir al monte de la transfiguración? Desde luego que sí. Y este es un relato que nos habla de la búsqueda de Dios y de su voluntad en la “contemplación” y en la “oración”. Esta es una de las razones por las que el relato de la transfiguración figura en la liturgia de la Cuaresma. No obstante, la enseñanza es palmaria: lo contemplado debe ser llevado a la vida de cada día, de cada hombre. Como Abrahán tuvo que dejar su tierra, los discípulos deben dejar la “altura infinita” del monte para abajarse, porque ese evangelio que ellos han vivido, deben anunciarlo a todos los hombres cuando Jesús resucite de entre los muertos. Probablemente Jesús vivió e hizo vivir a los suyos experiencias profundas que se describen como aquí, simbólicamente, pero siempre estuvo muy cerca de las realidades más cotidianas. No obstante, ello le valió para ir vislumbrando, como profeta, que tenía que llegar hasta dar la vida por el Reino. Se debe subir, pues, al monte de la transfiguración, para bajar a iluminar la vida.

Fray Miguel de Burgos Núñez
(1944-2019)