La puerta de entrada a la gran semana de los cristianos es el Domingo de Ramos. Cada año viajamos a Jerusalén no sólo nosotros, sino también Jesús; en concreto, hoy lo aclamamos con nuestros Ramos cuando llegue a Jerusalén; y durante la semana, seguiremos en Jerusalén y andaremos por sus calles alambicadas, nos uniremos al grupo de gente que va con Jesús, dormiremos y comeremos en Betania, pasaremos el día en Jerusalén, escucharemos con atención lo que dice Jesús, contemplaremos lo que hace… vamos con Él queriendo vivir esta semana como Él la vivió: anclado en Dios. Así, cada detalle de lo que ocurre en esta semana contiene en sí un retazo de este anclaje y está saturado del misterio de la muerte y del misterio de la vida. Nada queda fuera de este esquema ni tan siquiera el propio Jesús.
En el Domingo de Ramos, la liturgia nos propone dos momentos importantes: al inicio de la Eucaristía en la que se revive la entrada bulliciosa, con cantos, con alegría, con fiestas, con vivas y oles de Jesús en Jerusalén. Es importante leer este pasaje porque el Evangelio es su continuación y segundo momento importante de este domingo de Ramos.
Durante toda la semana santa (desde el lunes hasta el jueves santo incluido) se leerá lo que hizo Jesús en Jerusalén desde que llegó hasta que murió. Por ello, la semana santa se abre y se cierra con la lectura del relato de la pasión; hoy Domingo de Ramos, con el objetivo de anticipar ‘casi todo’ y poder así contemplar el Misterio de la muerte que se va ir revelando durante toda la semana. Y, el último día, el Viernes Santo, día en el que todo llega a cumplimiento: el Misterio de la Muerte queda completamente revelado, la muerte da todo su misterio: es el fin de todo. Todo llega a su fin con la Muerte, pero no todo está cumplido. El Misterio de la Vida queda por cumplirse. Y se cumplirá en la gran noche de los tiempos, el Sábado Santo, en donde la Oscuridad se abre por su centro para dar paso a la gran Luz de la Vida.}