«No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43,18). Comienza el primer día de la semana y con ella, toda la carga de agenda que nos devora. María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, haciendo sus cálculos sobre vendas, aromas, perfumes, que nos hablan de mortajas y de llanto ante la muerte. Los once encerrados. Se habían asegurado muy bien de poner todo tipo de cerrojos y maderos para atrincherarse en el Cenáculo. El miedo es así, ahora solo queda lloran ante el fracaso y la derrota de una historia que ha acabado con la muerte del Maestro. No hay lugar para la sorpresa y la vida, en medio de unos ojos cansados por la rutina. Demasiado concentrados en hacer lo correcto, sin embargo, el plan de Dios está brotando.
La oscuridad de que se cierne sobre la noche de nuestra vida hace que no se note que despunta el rayo de la esperanza y la vida. En el encuentro que el Resucitado tiene con María Magdalena, trata de despertar el centro de su corazón. Ella, que muy de mañana va concentrada en los pasos que hay que seguir a la hora de amortajar al Mesías. María: ¿No te estás dando cuenta de que en la belleza de esta mañana algo está brotando? ¿No recuerdas que soy un Dios de vivos? ¿No recuerdas la Palabra de Dios que habla de Resurrección y Vida? Y, así, cae en la cuenta. Se le abren los ojos. ¡Maestro! Estás Vivo. Y nosotras agobiadas en la rutina de lo yerto.
Jesús, mira con ternura a María Magdalena y la envía a sus discípulos, que también necesitan hacer todo un proceso interior. Se han encerrado en sí mismos. Ya no recuerdan esos años en los que han ido presenciando el mensaje revolucionario del Maestro. Ahora solo ven las sombras del miedo que los acecha, no hay ilusión en su horizonte. La fe en la figura del Nazareno, ha sido sometida a un duro golpe. Ahora ha anidado en el corazón la duda y la incertidumbre. Ahora el corazón tiene los mismos cerrojos que la puerta del Cenáculo. En la ventana que con Jesús permanecía abierta para que entrara la brisa de la primavera, ahora la cierra un pesado madero. No hay posibilidad de que entre ese rayo de esperanza, que grita con fuerza María Magdalena desde el exterior: ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!
Cuando el corazón ya no se conmueve ante las noticias. Cuando el corazón solo dialoga con el fracaso, la esperanza se pierde. Sin embargo, en esa mañana, que está brotando la vida, siguen llegando emisarios, testigos oculares, con voces de buena nueva: ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! Parece ser que ese grito tampoco hace romper la fuerza de los cerrojos del miedo. Va a tener que ser la presencia del mismo Cristo vivo y resucitado, la que entre en medio de la habitación. La fuerza de la presencia resucitada es la que transforma todas sus vidas. Muerte, miedo, dolor, vulnerabilidad, escusas, en presencia resucitada. Ahora sí, ya sois luz: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación».