Estando como estamos, celebrando por cincuenta días el domingo de Pascua, se nos proclama el capítulo sexto del evangelio de san Juan. Y en este contexto se comprende mejor lo que dice a propósito del signo que ha realizado. El Misterio pascual que se actualiza en cada Eucaristía, nos introduce en la obra salvífica llevada a cabo por Jesús, que nos ha amado hasta el extremo, entegando su vida para que la tengamos en abundancia. Generosidad en el amor significado en el “mejor vino”. Generosidad en el pan multiplicado, que sacia y sobra para alcanzar a otros. Porque el amor de Dios es así, abundante, generoso, sin límite ni concidiones previas. Tanto amó Dios al mundo que le entrega a su propio Hijo.
Le dice al gentío: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado...” Y a todos atrae Dios porque lo que desea es que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Y como esa es la finalidad de la encarnación, todos serán ganados por el amor que en Jesús se ha revelado.
Lo que toca es ser dicípulo de Dios. Y lo que corresponde al discipulado es “escuchar y aprender”. Porque el discípulo al convivir con el maestro, aprende a escuchar y escuchando como es debido, aprenderá adecuadamente lo que se le está comunicando. La verdad de la escucha y el aprendizaje se evidencian en la adhesión a Jesucristo. Por eso dice: “Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí” Es lo que se aprende del Maestro que dice de sí mismo: Yo no hago sino lo que veo hacer a mi Padre.” Y en otro lugar: Yo no digo sino lo que escucho a mi Padre.
Yo soy el pan de la vida
Puesto que él se ofrece para la vida del mundo, el signo realizado que relata la generosa abundancia, apunta a él mismo, que revela cuánto amó Dios al mundo al entregarlo para que el mundo se salve por él.
Es necesario comprender que los signos del pasado de Israel, encuentran su plena realidad en Jesús mismo. Por eso dice: “Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.” El és el último signo ofrecido por el Padre. Todos los demás apuntaban a él, y en él todo está cumplido. Por eso al gentío que le sigue, le ofrece alimentarse de su misma vida, mediante su cuerpo entregado y su sangre derramada. Es su amor sin límites el que sostiene al que le recibe y lo convierte, en comunión con él y con todos, en signo sacramental de un amor más grande.
Termina el pasaje con la extraordinaria afirmación: “Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo.” Es esta carne concreta, asumida en la encarnación, en la que se puede palpar todo el amor de Dios, que entregándose permite al ser humano llegar a experimentar, vitalmente, hasta qué punto está siendo amado en Jesucristo.
Pensemos qué resonancia tiene en nuestra vida lo que él dice: “Todo el que cree tiene vida eterna.”