Dos discípulos de San Pablo, originarios de los territorios helenistas que hoy corresponden a Turquía. Compartieron la misma fe, el mismo entusiasmo y las mismas dificultades en la misión. Los dos recibieron de él el encargo de guiar a las jóvenes comunidades cristianas
Un buen maestro puede dejar marcada para siempre la vida de un discípulo. O de más de uno. Pablo de Tarso fue, sin duda, un personaje excepcional. Pero algunos de sus discípulos, crecidos a su sombra, han contribuido a honrar la memoria del maestro. Eso ocurre con Timoteo y con Tito.
Los dos eran originarios de aquellos territorios helenistas que hoy ocupa la actual Turquía. Los dos siguieron a Pablo compartiendo la misma fe, el mismo entusiasmo y las mismas dificultades en la misión. Los dos recibieron de él el encargo de guiar a las jóvenes comunidades cristianas que iban surgiendo a su paso. A los dos añora cuando están lejos. A los dos envía sendos mensajes, llenos de afecto y de sabiduría.
Timoteo de Listra
Timoteo era natural de la ciudad de Listra. A esa ciudad del altiplano había llegado Pablo en su primer viaje apostólico, acompañado por Bernabé (Hch 14, 6). En aquellas tierras de Licaonia, Pablo fue lapidado y dado por muerto. Recordando aquel episodio, solía decir: » Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22).
Nacido de padre griego y de madre judía, había sido educado desde niño en el conocimiento de las Sagradas Escrituras (2Tm 3, 15). Seguramente había aceptado la fe en el Mesías Jesús junto con su abuela y con su madre. San Pablo recordará siempre la fe de aquella familia: «Evoco el recuerdo de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado en ti» (2Tm 1, 5).
Timoteo era más joven que Pablo (l Tm 4, 12), que posiblemente conocía previamente a su abuela. Pero Timoteo era ya un miembro respetado de la comunidad cristiana cuando Pablo volvió a pasar por Listra, en su segundo viaje apostólico, esta vez acompañado por Silas. Por eso le fue recomendado por los hermanos de aquella ciudad y también por los de Iconio (Hch 16, 2). Pablo lo circuncidó (Hch 16, 3), quizás para conciliarse con los judíos de la región que seguían tenazmente aferrados a las tradiciones antiguas (cf. I Co 9, 20) y podían escandalizarse al saber que el padre del joven era griego (Hch 16, 3). Seguramente se recordaba en la región que allí Pablo había sido lapidado; así que Timoteo pudo entender bien pronto a lo que se exponía al seguir la fe que Pablo predicaba (Hch 16, 19).
Sin embargo, a pesar de ese momento, habría de comenzar un camino compartido. Pablo y Silas, acompañados ahora por Timoteo (Hch 16, 10), prosiguen el segundo viaje misionero, camino de Tróade, antes de pasar a Macedonia. A partir de este segundo viaje, Timoteo está siempre a disposición de Pablo y siempre pronto para asumir las misiones más difíciles y delicadas. Pablo le llama su hijo querido ( I Co 4, 17) y su hermano (Col 1, 1).
Desde Atenas, Pablo manda a Timoteo a Tesalónica para confortar en la fe a los hermanos. Así lo escribe el mismo Pablo: «No pudiendo soportar más, decidimos quedarnos solos en Atenas y os enviamos a Timoteo, hermano nuestro y colaborador de Dios en el Evangelio de Cristo, para afianzaros y daros ánimos en vuestra fe, para que nadie vacile en sus tribulaciones» (l Ts 3, 1-3). Las impresiones que allí recibió fueron excelentes. Así que, como portador de buenas noticias sobre la fe y el amor que florecen en aquella comunidad (l Tm 3, 1-6), Timoteo vuelve a encontrar a Pablo, esta vez en Corinto (Hch 18, 5). [...]
Timoteo parece tener un carácter reservado, incluso tímido, como parece desprenderse del aviso que Pablo formula a los corintios: «Si se presenta Timoteo, procurad que esté sin temor entre vosotros, pues trabaja como yo en la obra del Señor. Que nadie lo menosprecie. Procuradle los medios necesarios para que vuelva en paz a mí que le espero con los hermanos» ( I Co 16, 10-11). Con motivo de la revolución promovida por los orfebres de Éfeso, Pablo hubo de abandonar la ciudad y también Timoteo se dirigió a Corinto. Seguramente es en esa ciudad donde Timoteo, fiel colaborador de su maestro, se asocia en los saludos que Pablo manda a los romanos (Hch 20, 3; Rm 16, 21). También desde allí firma con Pablo las cartas dirigidas a los cristianos de Tesalónica.
Timoteo forma parte del grupo que se reúne con Pablo en Tróade, con el fin de controlar los resultados de la colecta que han promovido para ayudar a los pobres de Jerusalén (Hch 20, 4-5). Después de la detención de Pablo y de su envío a la capital del imperio, Timoteo debió de compartir con él la primera cautividad en Roma. Seguramente es ahí donde firma con él la breve misiva a Filemón (10) y la carta agradecida que Pablo envía a los Filipenses, anunciándoles, de paso, que les va a enviar a Timoteo (Flp 1, 1; 2, 19).
Pablo le había impuesto las manos (2Tm 1, 6; cf. l Tm 6, 12). y lo había dejado al frente de la comunidad en Éfeso (lTm 1, 3). Según el historiador Eusebio de Cesarea, Timoteo fue el primer obispo de Éfeso.
Nada más sabemos de Timoteo. El apócrifo Hechos de Timoteo, describe su martirio en esa ciudad en el año 97, bajo el emperador Nerva. Sus reliquias habrían sido trasladadas a Constantinopla en el 456. Nos queda de él el recuerdo de un discípulo fiel al Evangelio y fiel a Pablo, testigo de la fe en las diversas comunidades que visita y celoso responsable de la Iglesia de Éfeso.
Tito, el Griego
Junto a Timoteo, la liturgia de este día nos recuerda la figura de Tito. Tito era griego, del amplio mundo helénico, posiblemente oriundo de Cilicia. Pablo le llama su auténtico hijo, según la fe común (Tt 1, 4). Durante veinte años estuvo colaborando con Pablo.
Tito habría de ser no sólo un buen creyente, sino también un compañero fiable y un hábil pacificador en los conflictos. En el tercer viaje misional, durante su estancia en Éfeso, Pablo tiene noticias alarmantes procedentes de la comunidad de Corinto. En primer lugar, envía allá a Timoteo, después va él mismo en persona y ha de afrontar el dolor de verse rechazado por algunos miembros de la comunidad. Vuelve desolado a Éfeso y decide enviar a Tito, como mediador y portador de una carta personal a los corintios. Pablo da gracias a Dios, que ha puesto en el corazón de Tito el mismo interés que él atesora por los fieles de Corinto (2Co 8, 16-23).
Después de salir de Éfeso, Pablo se muestra impaciente por no haber encontrado a Tito en Tróade, como hubiera deseado (Hch 16, 8; 2Co 2, 13). Sin embargo, Tito se reunió con él en Macedonia para comunicarle la buena noticia de la pacificación de la comunidad de Corinto, con gran alegría para Pablo, que había encarecido muchas veces ante su discípulo las excelentes cualidades de aquella Iglesia (2Co 7, 7.13-14).
Aprovechando esas buenas dotes, Tito recibe de Pablo el encargo de organizar en Corinto la colecta en favor de los pobres de Jerusalén (2Co 8, 6). En realidad, vuelve a Corinto no sólo por obediencia a su maestro, sino impulsado por su propio interés hacia aquella comunidad (2Co 8, 16-17). Sabemos que en otro momento, el fiel Tito es enviado por Pablo a Dalmacia (2Tm 4, 10).
Tras haber iniciado allí la evangelización, Pablo lo deja en Creta para que acabe de organizar lo que falta y establezca presbíteros en cada ciudad (Tt 1, 5). Hacia el 63-64 Pablo le envía una de las llamadas cartas pastorales. En ella encontramos uno de los más bellos resúmenes de la vida moral de los cristianos, que se fundamenta en el hecho de la aparición de Jesús en la historia humana y en la esperanza que mantiene a los cristianos abiertos a la manifestación de su gloria:
«Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el tiempo presente, aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; el cual se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras. Así has de enseñar, exhortar y reprender con toda autoridad. Que nadie te desprecie» (Tt 2, 11-15).
La carta recuerda los deberes propios de algunos fieles y contiene normas muy precisas sobre las medidas pastorales con las que su discípulo y compañero ha de mantener y conducir a la comunidad.
Pero nos ofrece, además, una impagable nota personal. Con un tono conmovedor y fraternal, Pablo invita a Tito a que vaya a su encuentro en Nicópolis, en Epiro, donde ha decidido pasar el invierno:
«Cuando te envíe a Artemas o a Tíquico, date prisa en venir donde mí a Nicópolis, porque he pensado pasar allí el invierno. Cuida de proveer de todo lo necesario para el viaje a Zenas, el perito en la Ley, y a Apolo, de modo que nada les falte. Que aprendan también los nuestros a sobresalir en la práctica de las buenas obras, atendiendo a las necesidades urgentes, para que no sean unos inútiles. Te saludan todos los que están conmigo. Saluda a los que nos aman en la fe. La gracia sea con todos vosotros» (Tt 3, 12-15).
El resto es silencio. La tumba de Tito se venera en Gortina, antigua capital de Creta, aunque su cuerpo fue depositado en San Marcos de Venecia. Pero en la comunidad cristiana permanece viva su figura, como paradigma de los creyentes que en otro tiempo estaban lejos, extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo, pero han llegado a estar cerca por la sangre de Cristo (Ef 2, 12-13).
Timoteo y Tito son para la Iglesia y para cada uno de los seguidores de Jesús modelo de misioneros, entregados con celo y sabiduría al servicio del anuncio del Evangelio.
José Román Flecha Andrés