En el Evangelio de hoy, vemos que “todos quedaban asombrados porque Jesús enseñaba como quien tiene autoridad”. Se vuelve a hablar del poder y de la autoridad de Cristo. Un poder que no es de este mundo, una autoridad que descoloca a los que creen que, por medio de los bienes, de las riquezas, lo tienen todo y creen que pueden exigir y despreciar a los pobres y a los sencillos. Sin embargo, Jesús no poseía bienes, no era ostentoso como un rey, su autoridad venía de su propia vida en obediencia a la voluntad de Dios. “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre”, les decía a sus discípulos, porque muchos se preguntaban con qué autoridad hablaba, su alimento, su autoridad, su corazón y amor eran fruto de hacer constantemente la voluntad de su Padre. En el evangelio, vemos cómo incluso el demonio que sale del hombre, reconoce que Jesús es el Hijo de Dios: “Tú eres el Santo de Dios”. La autoridad del Maestro es tan distinta a la autoridad de este mundo. Jesús tiene un poder concentrado absolutamente en el amor. Jesús no cura sólo con los signos, curando enfermos, resucitando muertos… Él sana los corazones, perdona los pecados, libera a cada hombre de la esclavitud y le devuelve la libertad y la paz del corazón. Cuando nos dejamos mirar por Cristo, cuando permitimos que Él entre en nuestro interior y sane nuestras heridas, cambia nuestra vida. Es lo que le ocurría a tanta gente que pasaba por su lado, que tocaba su manto, que se dejaban mirar profundamente por Jesús, quedaban sanados. Este es el fruto de su autoridad. Él es el Rey del universo, y quiere reinar también en cada uno de nosotros. Quiere reinar sobre el pecado en nuestra vida, reinar sobre nuestros miedos y sobre nuestros vacíos, Él quiere llenarnos de amor y alegría para que podamos amar a los demás como Dios mismo nos ama. |