La parábola del publicano y el fariseo encaja muy bien en la lectura que hacemos de Oseas al hablar del culto verdadero que Dios desea. La introducción que hace el evangelista expresa la razón por la que Jesús cuenta esta parábola. Va dirigida a aquellos que “confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”.
Estar ante Dios con la actitud de desprecio hacia los otros en el corazón, es una forma de traicionar el verdadero sentido de la oración que nos iguala a todos como hijos de Dios.
En el comienzo del capítulo 18 Jesús ha hablado de la necesidad de orar siempre sin desanimarse. En ese contexto nos cuenta la parábola. Hay que orar siempre, pero, ¿cómo?
Hay algo a evitar: la actitud del fariseo. Este representa el modelo autosuficiente de una piedad de la que presumir. El concepto que expresa de Dios no es el que Jesús predica. Para este fariseo Dios no es un Padre misericordioso, sino alguien que lleva cuenta de cada uno de sus méritos, fruto de su esfuerzo y de su observancia legal. Parece que cumple escrupulosamente con todo lo que ordena la ley. Se siente satisfecho de sí mismo y llega ante Dios a exhibir sus méritos. El mismo modo de orar resalta el contraste entre ambos personajes. Mientras que la oración del fariseo es larga, tediosa, la del publicano es breve y eficiente. Las dos oraciones empiezan de manera idéntica, dirigiéndose de manera personal a Dios, pero enseguida lo que sigue en la oración del fariseo convierten a este personaje en el actor principal. Dios queda reducido a un segundo plano. Las palabras del publicano, sin embargo, manifiestan que Dios es el actor principal.
El fariseo sabe que vive cumpliendo lo mandado, pero en vez de glorificar a Dios y darle gracias, él se enaltece y menosprecia a los pecadores.
Frente a él está la figura del publicano. Seguramente se nos habría pasado desapercibido. Su actitud, su postura misma, “no se atrevía ni a levantar la cabeza” nos habla de otro modo de estar ante Dios. Parece que no tiene de qué presumir y solo ora: “Oh Dios ten compasión de este pecador”.
El desenlace de la escena es que el publicano volvió a su casa justificado por Dios, pues halló gracia ante Él. No ocurrió así con el fariseo
Para nosotros
El fariseísmo no es exclusivo de una época. Sigue vivo entre nosotros. Todos poseemos parcelas personales de esa falsa actitud religiosa, la de quien se autojustifica, al tiempo que condena o desprecia a los otros. Por eso, se puede concluir que los destinatarios de la parábola somos todos y cada uno de nosotros, tan tentados a una religiosidad superficial que no teniendo en cuenta su propia realidad, condena o desprecia a los otros.
Purificar nuestra oración puede ser el mejor fruto de la Cuaresma que estamos viviendo..