Este fragmento del Evangelio está tomado del sermón del monte, en el que Jesús ha ido concretando las exigencias que lleva consigo el reino que predica. Aquí culmina, en cierto modo, la nueva espiritualidad: amar también a los enemigos. Es una de las enseñanzas más novedosas del Evangelio: el amor cristiano no se reserva al círculo más cercano, sino que es un amor sin fronteras. Un amor que se expresa haciendo el bien a quienes nos perjudican o no nos aprecian y orando también por ellos.
Un comportamiento así está motivado por el mismo obrar de Dios, cuyo amor alcanza a todos sin distinción. La providencia divina vela por todas sus criaturas, especialmente por todos los seres humanos, de los que él ha hecho sus hijos. Un ejemplo tangible: el sol y la lluvia, tan necesarios para fecundar la tierra y asegurar la vida humana, están al servicio del bien de todos, buenos y malos, que se benefician sin distinción de esa riqueza natural. Jesús nos exhorta a obrar también así: “sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
Nosotros hemos de vivir con la mirada puesta en Dios, manifestando la perfección de Dios que consiste en su amor incondicional. Cuando amamos de esa manera estamos dando testimonio de que es el Espíritu de Dios el que actúa en nosotros, sin cuya presencia nos sería imposible.
¿Cómo nos comportamos nosotros en la relación con aquellos que no nos quieren o que incluso nos tratan o nos miran mal? ¿Acudimos al Espíritu Santo para que nos ayude, o nos creemos incapaces de un amor así y nos desentendemos de procurarlo?