Si nuestra justicia no es mayor que la que imponen los que presumen de justos y cumplidores fieles de la ley, ¡cuidado!, puede que estemos cayendo en una posición farisaica de intransigencia y dureza en la aplicación de una ley que puede no venir de Dios, sino del propio ego fundamentalista y, seguramente, equivocado. Seamos, pues, “no-jueces” para nuestros prójimos. No nos arroguemos la facultad de juzgar, y mucho menos condenar, al hermano.
Y sigue un inevitable “pero”: Debemos ser jueces para nosotros mismos. Jesús da un fuerte golpe a la ley del talión. El ojo por ojo pierde toda eficacia para dar paso al absoluto respeto al prójimo. Un simple insulto lleva aparejado un castigo; imbécil y necio, dos adjetivos que aplicamos con tanta frecuencia, llevan aparejados fuertes castigos. Pero lo más notable de este discurso de Jesús está en la imposibilidad de presentar una ofrenda sobre el altar si tu hermano tiene algo contra ti. No se trata de que le hayas ofendido, sino de que él tenga algo contra ti. Si tu hermano está molesto contra ti, no prosigas con tu ofrenda, que no será admitida por Dios. Primero es necesario ponerte a bien con el hermano, seas o no culpable, y después proseguir con la ofrenda.
Si esto lo trasladamos a nuestras vidas, tendríamos muchos problemas para que Dios acepte nuestras oraciones, nuestros sacrificios, nuestras propias limosnas, si seguimos teniendo en la mente y el corazón una sombra de rencor contra un hermano. Es frecuente escuchar: “yo perdono, pero no olvido”, dando a entender que el perdón no se ha completado, que queda algo pendiente de liquidar entre ambos y, en estas condiciones, no estamos preparados para que Dios nos escuche.
Nos lo pone difícil Jesús, porque en el fondo del alma, tal vez perdido en la sentina, puede que tengamos un pequeño granito de arena rencorosa. Y tenemos que esforzarnos en limpiar completamente los sótanos de nuestro barco, para poder acercarnos a Dios.
¿Estaremos lo suficiente limpios para poder presentarnos ante Dios?
Menos mal que Dios no lleva cuenta de los delitos y solo podemos esperar de él la redención copiosa.