En aquel tiempo, estaba Jesús echando un demonio que era mudo.
Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Él, conociendo sus pensamientos, les dijo:
«Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. Si, pues, también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se mantendrá su reino? Pues vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú. Pero, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros.
Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros, pero, cuando otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte su botín.
El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama».
Es palabra del Señor
REFLEXION
Los milagros de Jesús nos indican la presencia activa del Reino tanto en cuanto todos podían ver sus beneficios. ¿Todos? No todos. Algunos presentaban resistencias. Viene a mí un recuerdo infantil con el que comenzaban las historias del pequeño guerrero galo, Astérix, cabecilla de un puñado de aldeanos que mantuvieron duras batallas frente a los invasores romanos, venciendo sistemáticamente a sus entrenadísimas legiones. Este recuerdo me hace sonreír, aunque el Evangelio nos sitúa en medio del gran drama humano. Los milagros eran muy frecuentes en la época de Jesús y ahora no. Y yo me pregunto por qué y entiendo que hoy nos debe pasar algo parecido a lo que nos narra el evangelio de Lucas en el capítulo anterior, en el que vemos a Jesús contrariado en su visita a las ciudades situadas a orillas del lago de Galilea, en las que conjuró: ¡Ay de ti Corozaín, ay de ti Betsaida!, porque si en Tiro y Sidón se hubiesen hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido… Nuestra propia conversión sigue siendo una asignatura pendiente. En la escena de este nuevo capítulo de Lucas pasa algo parecido: los asistentes al exorcismo se muestran escépticos ante lo que ven sus ojos. La presencia y la expansión del Reino también tiene como resultado la expulsión del mal. Cuando el Reino se expande, el mal es desplazado hasta su precipitación al vacío, como cuenta Marcos en el capítulo quinto de su Evangelio. La expulsión del mal, que es en lo que consiste el exorcismo, no se realiza ‘a palos’ en ninguna batalla cruenta como las que hemos visto en malas películas, sino ante la sola presencia del bien, del Reino y del poder de Dios manifestado en su amor. Esta poderosa presencia en Jesús hace que el mudo recobre el habla, liberándolo de su esclavitud: la del silenciamiento de la verdad y su sustitución por los falaces argumentos de la mentira, como los argumentos acusadores escuchados en la escena evangélica. Jesús curaba a los enfermos y expulsaba el mal, compadecido del sufrimiento humano, de su desfigurada apariencia. En uno y otro caso, la actitud de la persona sanada o liberada, no era la misma. El enfermo pedía su curación, el esclavizado no podía hacerlo: el mal hablaba con ofuscación por él, transformándolo en alguien irreconocible. De ahí las conductas enajenadas mostradas por los endemoniados del Evangelio. Hoy, su efecto, silenció la réplica del mudo liberado por Jesús y solo escuchamos al acusador, que es otro de los términos con el que se reconoce a Satanás en la escritura. El mal arma mucho ruido, ruido que nos impide escuchar al que ha recobrado el habla en el Evangelio: ¡Ojalá pudiéramos escuchar su voz! El Reino está en medio de nosotros y está en todos nosotros, enviados a la predicación. Acciones como las que hemos leído en el Evangelio, son las que acompañan a la predicación y son ellas mismas predicación. Jesús nos dice que vayamos tranquilos, confiados en el poder del bien. |