En aquel tiempo, muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.
Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.
Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.
Los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde estaba les avisara para prenderlo.
Nos encontramos ante los últimos días de la vida de Jesús sobre la tierra. El evangelio de hoy nos recuerda que Jesús había devuelto la vida a su amigo Lázaro, lo que llevó a muchos judíos a creer en él.
Este suceso incomodó sobremanera a los sumos sacerdotes y fariseos que se preguntaban cómo parar la acogida a Jesús. Para ello convocaron al sanedrín, y allí el sumo sacerdote Caifás sentenció: “conviene que uno muera por el pueblo y que no perezca la nación entera… y aquel día decidieron darle muerte”. Es cierto que Jesús “ya no andaba públicamente con los judíos y se retiró con sus discípulos a una ciudad llamada Efraín”. Sabía que la única posibilidad de evitar su muerte era no volver a predicar su buena noticia. Pero Jesús no se calló. No podía renunciar a la misión que el Padre le había encomendado de predicarnos su buena noticia. Y hasta nos siguió predicando desde lo alto de la cruz que el amor es más fuerte que la muerte, confiando en su Padre que no dejó que su vida de amor acabe en fracaso y al tercer día le resucitó. Y el amor venció a la muerte para siempre.