Su determinación, su entereza de ánimo, su inteligencia, su amor materno y su fidelidad a la Iglesia resultaron decisivas en la conversión religiosa de su hijo. Su vida es un modelo para muchas madres y es patrona de las mujeres casadas y de las madres cristianas, así como de las víctimas de abusos, los alcohólicos o los matrimonios con problemas.
Madre de San Agustín
Tagaste, 331 - Ostia Tiberina, 387
Por su vida personal, por su influjo en la vida de San Agustín (28 de agosto) y por sus posibilidades simbólicas, Santa Mónica merece un puesto de honor en el santoral cristiano. Su determinación, su entereza de ánimo, su inteligencia, su amor materno y su fidelidad a la Iglesia resultaron decisivas en la conversión religiosa de su hijo, uno de los mayores padres de la Iglesia y figura cimera de la cultura occidental. Y esa actitud la convierte en modelo perenne de esposas y madres cristianas. La Iglesia, al honrar su memoria, satisface en cierto modo la inmensa deuda que tiene contraída con tantas mujeres anónimas, que no sólo han preservado la fe de sus hijos, sino que los han conducido al servicio de la Iglesia y de la sociedad.
Madre y Maestra de Agustín
Mónica tuvo tres hijos: Agustín, que quizá fuera el primogénito, Navigio y una hermana de nombre desconocido. Los dos últimos no le dieron mayores problemas. Navigio, joven de salud delicada, introvertido y amigo de indagar el porqué de las cosas, debió de contraer matrimonio, al igual que su hermana. Ésta enviudó pronto y luego fue abadesa del monasterio de Hipona. En él ingresaron también algunas sobrinas de Agustín, sin que conste si eran hijas de Navigio o de su hermana. Lo mismo sucede con Patricio, clérigo de la iglesia de Hipona, y con su hermano, subdiácono de la de Milevi.
Fue Agustín quien absorbió la atención de Mónica. Su genio requería cuidados especiales y ella nunca se los regateó. Sufrió con él, le acompañó en sus dudas, le previno contra el peligro de la lujuria «muy preocupada me amonestó en privado que no fornicase y, sobre todo, que no adulterase» (Conf. 2,3,7)— y le reprochó sus errores doctrinales y sus extravíos morales, llegando hasta expulsarle de casa. Otras veces adoptó métodos más suaves, echando mano de las riquezas de su corazón maternal. Solicitó el consejo de personas doctas que creía capaces de despejar las dudas de su hijo y conducirle al buen camino, y, sobre todo, le recordó día y noche ante el altar del Señor. La lucha se arrastró durante tres lustros y en ella Mónica dio muestras insuperables de amor maternal, de constancia, de sagacidad y de espíritu de fe. El resultado de su esfuerzo fue una obra maestra.
De recién nacido le llevó a la iglesia, le inscribió en el registro de los catecúmenos y le inculcó el amor a Jesucristo. Un día Agustín confesará que ningún libro, «por elegante y erudito que fuera», le llenaba totalmente si en él no hallaba el nombre de Jesucristo, cuya dulzura había mamado «con la leche de mi madre» (Conf. 3,4,8). Sin embargo, de acuerdo con la práctica de su tiempo, Mónica no sintió la necesidad de bautizar a su hijo.
En perfecto acuerdo con su esposo se desvivió por darle una educación esmerada, y no la interrumpió ni cuando la muerte del marido debilitó el presupuesto familiar, ni cuando el despertar de las pasiones, el amor maternal la llevó a subordinar el bien espiritual de su hijo a su carrera profesional. Temió que el matrimonio diera al traste con sus estudios y, en consecuencia, comprometiera también su porvenir profesional.
Agustín seguía sumido en la duda, sin certeza alguna y buscando desesperadamente algo en que creer: «Había venido a dar en lo profundo del mar y desesperaba de hallar la verdad> (Conf; 6,1,1). Decepcionado de los maniqueos, se había echado en manos de los escépticos, de los que no tardaría en pasarse a los neoplatónicos para terminar de oyente de San Ambrosio y lector de San Pablo.
A las pocas semanas estaban todos en Ostia, a la espera de una nave que les devolviera a África. En la patria les sería fácil dar con un lugar apropiado para servir a Dios. Un día, mientras descansan del viaje, madre e hijo experimentan el llamado éxtasis de Ostia Tiheria. Asomados a la ventana discurren juntos «sobre cómo sería la vida eterna de los santos [...], llegando a tocar con el ímpetu de su corazón aquella regios de la abundancia indeficiente en la que tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad».
Javier Guerra O.A.R.