Mientras los apóstoles, después de la muerte de Jesús, permanecen encerrados en casa, María Magdalena y la otra María, impulsadas por el gran amor a Jesús y sin miedo a lo que podía pasar, van a ver el sepulcro el día primero de la semana. Allí presencian un gran terremoto y a un ángel que removió la piedra del sepulcro y les anunció que Jesús había resucitado. Y les pidió que se lo comunicasen a sus discípulos.
Por el camino, el mismo Jesús “salió a su encuentro diciéndoles: Alegraos”, y les pidió que comunicasen esta buena noticia a sus hermanos, los apóstoles.
En realidad no hacía falta que Jesús les pidiese alegrarse. El sentimiento de alegría les brotaba desde el fondo de su corazón. Jesús, su Maestro y Señor, el tesoro de su vida, el dueño de su corazón, el Hijo del hombre y el Hijo de Dios, como había anunciado, había resucitado… podían seguir relacionándose con él, podían vivir su vida en unión con él, podían seguir disfrutando de su amistad. Con la resurrección de Jesús, quedaba probada la verdad, la gloriosa verdad, de todo lo que les había dicho y prometido.
Muy distinta fue la manera de reaccionar de los guardias que guardaban el sepulcro y de los príncipes de los sacerdotes… Amañaron la mentira de que fueron los discípulos los que robaron el cuerpo de Jesús. Valía todo, valía la mentira, antes de aceptar que Jesús había resucitado.
Pidamos a Jesús que siga iluminando nuestra vida con su resurrección, con su presencia continua entre nosotros, y dejémosle que guíe todos nuestros pasos. Nos llevará por buen camino.