La sentencia en boca de Jesús «vosotros sois la sal de la tierra; sois la luz del mundo» posee una profundidad tal que, quizá, no hemos captado del todo su hondura a pesar de haberla escuchado y leído infinidad de veces. El hecho de que complete la proclamación de las Bienaventuranzas nos debería poner en la pista de que estamos ante una advertencia que pide un testimonio rompedor, subversivo y revolucionario.
¿Y esto para qué? Pues para que el Evangelio no se convierta en una ideología más. Y es que Jesús no se dedicaba a repetir una doctrina ni era un comentarista chabacano de lo que se podía aprender a los pies de cualquier rabino. Porque Jesús de Nazaret, por medio de la praxis de una predicación alternativa a la par que profética, lo que pretendía era abrir mentes y corazones y liberar a todo aquel que, de una u otra manera, se sintiera oprimido y despreciado por quienes interpretaban tradiciones y leyes sin misericordia alguna.
Así pues, con la breve mención a la sal y a la luz Jesús indicaba que no quería discípulos ni seguidores indiferentes y mucho menos inoperantes. Son palabras que invitan a encarnar ese amor loco que Dios siente por la humanidad. Porque Jesús tiene claro que el anuncio la Buena Noticia no es una cuestión de doctrina -que es algo que se puede volver insípido y oscuro- sino de encarnación.
A Santo Domingo se le ha llamado con frecuencia «vir evangelicus». Esto es así porque sabía que debía vivir y sentir de forma rompedora, subversiva y revolucionaria el anuncio del Evangelio. Y es que en la época que le tocó vivir la Iglesia estaba sumida en una crisis considerable. Por un lado la vida cristiana estaba inmersa en la oscuridad del error, fruto de las herejías. Por otro, la predicación llegaba a los fieles de una forma absolutamente desabrida por el tipo de vida que llevaban quienes la tenían encomendada. Y por supuesto, la vida religiosa tenía que cambiar en su modelo y formas ya que estaba totalmente alejada de las necesidades de la sociedad.
Domingo, pues, no tardó en darse cuenta de la insipidez y oscuridad que la Iglesia desprendía. Se percató de que nada tenía sabor y que no existía ni un pequeño atisbo de luz para al menos avanzar a tientas. Así es como Santo Domingo hace que surja una vida radicalizada al Evangelio. Una verdadera y encarnada vida apostólica con nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones para sacar a la Iglesia, y por consiguiente a los creyentes, de la anemia y ceguera espiritual en la que habían caído y que no les dejaban ver ni saborear la vida cristiana en plenitud.
Pero aún hay más. Santo Domingo fue un visionario, es decir, un adelantado a su tiempo y sabía que debía ampliar horizontes. Por ello hizo todo lo posible para que la predicación dominicana no quedara encerrada y oprimida en el sur de Francia donde se encontraba, sino que la sacó para que diera sabor y luz al mundo entero. Y por supuesto no solo en esa época concreta. Porque la predicación es el condimento imprescindible y la claridad necesaria que se precisa en todos los tiempos.
Mirar a Santo Domingo, o dicho de otra manera, estudiar en serio el modo de vida que nos dejó, es percatarnos de que la predicación no se trata de palabrería ni es una cuestión de vanilocuencia. Vendedores de humo sobran. Como tampoco es recurrir a viejas apologéticas ni potenciar espectáculos eclesiales epidérmicos. Se trata de hacer posible la encarnación del Evangelio en el ser humano de hoy, para que pueda saborear y contemplar con nitidez la belleza y la verdad de este fascinante mundo nuestro. Porque Domingo se comprometió y comprometió a la Orden de Predicadores con una predicación cuya finalidad es dar claridad y sabor a la humanidad, para que se puedan abrir caminos de esperanza.
¿No urge en nuestros días, al igual que en la época de Santo Domingo, una predicación renovadora y profética que imite la vida apostólica que a su vez tome como ejemplo la praxis de Jesús de Nazaret? Hay quienes piensan que volver al origen es retroceder pero, ¿no es preciso mirar a nuestros orígenes para descubrir la esencia de nuestra verdad? ¿Esa verdad que da luz y sabor a nuestra realidad?