Solo el amor de Dios, tan loco y arrebatador, es capaz de realizar el prodigio de la Ascensión de Jesús ante la mirada incrédula y desconcertada de los que lo vieron elevarse y que solo un creyente puede más que ver, contemplar. El misterio de la Ascensión se inscribe y comprende en el marco de lo sucedido con los discípulos de Jesús después que experimentaron la novedad de su nueva presencia, vencedor de la muerte, como resucitado de entre los muertos.
Entre los primeros cristianos los sucesos que se verificaron entre ellos tras la muerte de Jesús y la afirmación creyente de su resurrección formaban el núcleo de las catequesis mistagógicas que recibían los neófitos después de recibir su bautismo en la Santa Vigilia de la Pascua. Si durante la Cuaresma, tiempo privilegiado para la reconciliación comunitaria y de preparación de los catecúmenos para su bautismo, el tiempo pascual lo es para profundizar en el misterio del Cristo glorificado como camino para recibir la efusión del Espíritu Santo.
Enseña San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (Cap. 15, vers. 14 y ss.), que nuestra fe en Dios y la predicación del Evangelio están vacías y carentes de todo sentido sin la creencia y confesión de la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos. El misterio de la Resurrección es la fuerza que impregna toda nuestra vida cristiana. El misterio de Ascensión no puede entenderse al margen de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.