Obispo y teólogo sirio, venerado como santo en las Iglesias católica y ortodoxa, e incluido entre los Padres de la Iglesia y Padre Apostólico. Fue el segundo sucesor de Pedro como obispo de Antioquía de Siria. Murió martirizado en Roma
Si uno acude a un manual de Patrología —tratado sobre los Padres de la Iglesia— hallará que siempre se abre por un grupo de Padres que reciben el apelativo especial de Apostólicos, y que este grupo, que en un principio parece relativamente numeroso, va reduciéndose hasta quedarse en tres solamente, pues sólo estos tres responden de verdad a ese apelativo, y son: San Clemente de Roma, San Policarpo de Esmirna y San Ignacio de Antioquía, los únicos escritores cristianos —aparte de los autores canónicos del Nuevo Testamento— de finales del siglo I o comienzos del II, cuyos escritos expresan y dan testimonio de la doctrina predicada por los Apóstoles, con los que estuvieron relacionados de manera más o menos inmediata, y acaso personal.
Sin duda el más importante para nosotros es San Ignacio.
Las Cartas
La historia de la vida de San Ignacio se reduce, en definitiva a sus Cartas. En ellas se basa la noticia que podemos leer en la historia Eclesiástica, de Eusebio de Cesarea, que data de los primeros decenios del siglo IV. Hablando de los acontecimientos eclesiales de los tiempos del emperador Trajano (98-117), escribe, a la vez adquirían notoriedad Papías, obispo también de la iglesia de Hierápolis, e Ignacio, el hombre más célebre para muchos todavía hoy, segundo en obtener la sucesión de Pedro en el episcopado de Antioquía. Una tradición [una fuente escrita] refiere que éste fue trasladado de Siria a la ciudad de Roma para ser pasto de las fieras, en testimonio de Cristo. Al ser conducido a través de Asia, bajo la vigilancia cuidadosísima de los guardianes, iba dando ánimo con sus charlas y exhortaciones a las Iglesias de cada ciudad donde hacían parada.
[…] Si queremos resumir en una sola palabra el pensamiento y la preocupación primordial de San Ignacio, indudablemente no hallaremos otra mejor que unidad, pues él mismo se define: «Hombre aparejado para la unión», que traducirían nuestros clásicos.
Comienza proclamando la unidad de Dios desde su convicción, con toda sencillez, sin indicios de tener enfrente a nadie que la niegue. […] La unidad de Cristo tiene enemigos, que han producido mucho daño en las comunidades de Siria y amenazan a las iglesias de Asia Menor a las que Ignacio escribe alertándolas. Frente a esos enemigos, Ignacio afirma su fe cristológica en fórmulas que seguramente ya ha fijado -al menos en parte- el uso litúrgico en la celebración del bautismo y que a finales de siglo formarán parte de la profesión de fe trinitaria emitida en el momento del bautismo y convertida finalmente en Símbolo de los Apóstoles. El acento recae sobre la naturaleza realmente humana del Salvador. Los enemigos de esta realidad humana del Señor merecen, para Ignacio, los peores calificativos: «fieras», «perros rabiosos-, «lobos», «fieras en forma de hombre... Razón: solamente traen «división» y rompen toda «unidad: la de los cristianos con Cristo y la de los cristianos entre sí: rompen la unidad de la Iglesia. Como buen alumno de la escuela de Juan, Cristo es el principio y la fuente de la vida del cristiano: vida nueva, vida en la fe, vida según Dios, vida que debe tratar de imitar y reproducir la unidad «carnal y espiritual» —humana y divina— realizada en Cristo, formando misteriosa unidad con el Padre. Unido a Cristo por la fe y la caridad, el cristiano está unido, con él, a Dios. Esta unión implica, pues, la imitación, pero no una imitación consistente en copiar un modelo externo y lejano, sino un entrar en comunión con la vida divina. La comunión y unión plenas con Cristo se realizará a través de la muerte en comunión con la muerte de Cristo, «vida verdadera».
Camino de Roma
Lo cierto es que Ignacio, «el llamado también Teóforo (portador de Dios)», tuvo que ponerse en camino, como atestigua en sus cartas, para cumplir en Roma la condena por la que había de ser arrojado a las fieras. Escribe a los Efesios: pues, cuando oísteis que, por causa del Nombre [Cristo] y de la esperanza comunes, venía encadenado desde Siria con la confianza de que, gracias a vuestra oración, conseguiría luchar en Roma con las fieras para, al lograrlo, poder ser discípulo, os apresurasteis a verme» (l, 2). Y los despide diciendo: «Rogad por la iglesia de Siria desde donde, a pesar de ser el último de los fieles de allí, soy conducido a Roma encadenado al haber sido juzgado digno de glorificar a Dios» (21, 2).
[…] Y por San lreneo de Lyon y por Orígenes sabemos que se le cumplió su más ardiente y acariciado deseo: ser arrojado a las fieras y morir mártir: «Escribo a todas las Iglesias y anuncio a todos que voluntariamente voy a morir por Dios si vosotros no lo impedís. Os ruego que no tengáis para mí una benevolencia inoportuna. Dejadme ser pasto de las fieras por medio de las cuales podré alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y soy molido por los dientes de las fieras para mostrarme como pan Puro de Cristo. Halagad más bien a las fieras para que sean mi sepulcro y no dejen rastro de mi cuerpo a fin de que, una vez muerto, no sea molesto a nadie. Cuando el mundo no vea mi cuerpo, entonces seré en verdad discípulo. Pedid a Cristo por mí para que, por medio de estos instrumentos, logre ser un sacrificio para Dios (Rm 4, 1-2).
En su persona y en sus escritos, San Ignacio presenta un modo de vida cristiana centrado en la imitación de Cristo para unirse a él, y con él al Padre. La imitación suprema se da en la identificación con él en la muerte martirial. Su espiritualidad es realmente una mística del martirio, teocéntrica a la vez que cristocéntrica, eclesial y litúrgico-sacramental, posible para todo cristiano. Todas sus cartas son importantes para la historia de la Iglesia y de su doctrina, y provechosas para nutrir la vida espiritual de todo discípulo de Cristo. Pero su carta a los Romanos debiera ser de lectura y meditación diarias de todo cristiano, cosa nada difícil hoy, si hay voluntad, pues existen excelentes ediciones al alcance de todos.
Culto
La carta de San Policarpo a los Filipenses nos deja entrever que el culto a San Ignacio comenzó nada más consumarsen el martirio y fue general, pues de todas partes llegan peticiones de copias de las cartas del santo.
El Martirologio Antioqueno señala como fecha de la muerte de San Ignacio el 20 de diciembre del año 107, añadiendo que la muerte fue «en el anfiteatro» de Roma, y determina ese día pata su memoria. La Iglesia bizantina continúa celebrando su fiesta ese mismo día, mientras que los martirologios latinos fijaban su celebración el 1 de febrero, hasta la última reforma, que señaló el 17 de octubre.
Argimiro Velasco Delgado, O.P.