En este pasaje de Lucas, Jesús recrimina a los que se han agolpado a escucharle la poca fe de su generación. El Pueblo de Israel se ha balanceado a lo largo de su historia entre la increencia y la vuelta a la religiosidad, entre el olvido de Dios y la necesidad de venerarle. Todo ello pese a las múltiples manifestaciones y pruebas recibidas de la fidelidad de Dios. Y les pone el ejemplo del profeta Jonás, enviado por Dios a Nínive, un pueblo extranjero, capaz de arrepentirse y poner su esperanza en el Dios de Israel, sólo por los signos manifestados en el profeta Jonás. Jesús se postula como el Jonás definitivo, la manifestación última de Dios para llamar a la fe y la fidelidad decisiva. Él es el hijo del Hombre, la manifestación de la salvación definitiva de Dios. Una salvación que llega para todos los hombres. Desde Nínive a la reina del Sur, que vino a escuchar a Salomón. En Jesús se ha cumplido la promesa de Dios, se ha renovado la alianza de la nueva creación, y se ha repartido a todos los hombres de todos los confines del orbe. Con estas palabras del evangelista se nos propone a Jesús como el camino para acceder a Dios. La bienaventuranza de ser elegidos de Dios se realiza cumpliendo su voluntad, haciendo del Evangelio la forma de vida, el estilo de actuar, sentir y vivir conforme al mandato de Jesús. Dios nos ha amado enviándonos al Señor para que conozcamos a Dios. Y a Dios lo conocemos cuando nos amamos sin reservas, sin discriminaciones, sin preferencias. Cuando somos capaces de entregarnos totalmente a los demás, por encima de nuestras mezquindades. “Deja todo lo que tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme”. Esta máxima que Jesús propone al joven rico es el horizonte de perfección al que todos estamos llamados. Como Jesús se entregó por nosotros hasta la muerte en cruz, nosotros, a su imagen y semejanza, estamos llamados a seguirle e imitarle despojándonos de todo lo innecesario, con alegría y generosidad.
Jesús nos dice: “Ven y sígueme”. Seamos valientes.