Fraile dominico que se embarcó a Filipinas como misionero y después fue enviado a China donde permaneción durante treinta años, con una vida errante y clandestina, acompañando a los cristianos chinos hasta que fue descubierto por las autoridades y martirizado
El día 3 de octubre de 1691, los esposos Joaquín Royo y Mariana Pérez llevaban a bautizar a su hijo recién nacido, al que le impusieron el nombre del padre. La iglesia parroquial de Hinojosa de Jarque (Teruel) fue escenario de la entrada de Joaquín Royo Pérez en la Iglesia de Jesucristo, a quien dedicó toda su vida y por quien daría hasta su última gota de sangre.
A los dieciocho años dio una respuesta clara a lo que desde niño sentía como una llamada de Dios: ser religioso, sacerdote, misionero. En 1709 se dirigió al convento de los dominicos de Nuestra Señora del Pilar en Valencia, en el que pocos meses después tomaría el hábito de la Orden de Predicadores. En el corto tiempo que estuvo en su convento, noviciado y primeros estudios eclesiásticos, dio muestras de una vida llena de Dios, que se manifestaba en la oración, en la vida común y en sus crecientes deseos de ser enviado a tierras de misión en el Extremo Oriente.
El día 17 de septiembre de 1712 zarpaba rumbo a Filipinas, en compañía de San Pedro Mártir Sans, que sería obispo y compartiría la palma del martirio, y otros profesos dominicos que continuaron su formación eclesiástica durante la larga travesía marítima y la terminaron en Manila.
Después de su ordenación sacerdotal, fray Joaquín Royo fue destinado a las misiones de China, hacia donde partió en junio de 1715. Tras una breve estancia en Macao, llegaba a su misión: Fogan. No lejos de Amoi, la populosa ciudad de Chuen-Cheu, fue el primer destino del joven misionero. Allí pudo comprobar lo abundante que era la mies, y lo escaso de sus fuerzas. Y buscó en la oración la fuerza sobrenatural sin la cual nada podía. El ejemplo de su virtud, la entrega incondicional a hacer el bien a todos y su celo apostólico hicieron lo demás: conversiones de miles de paganos que daban la espalda a los ídolos y comenzaban una nueva vida de cara al único Dios y a su enviado, Jesucristo.
Las provincias de Kiang-Si y Che-Kiang estaban desatendidas desde la expulsión de los misioneros. Y allí fue enviado fray Joaquín Royo en 1717. Los viejos cristianos, que tanto deseaban la asistencia espiritual del misionero, celebraron con entusiasmo la llegada del padre Royo, y le animaron a conquistar para Cristo a muchos de sus paisanos. Allí permaneció hasta 1722, año en que fue nombrado vicario provincial de Fukien, cuando la persecución de todo lo que llevara el nombre de cristiano estaba llegando a entremos preocupantes.
Desde su llegada a la misión de Ki-Tung, fray Joaquín Royo tuvo que llevar una vida errante, en continuo peligro, escondiéndose como un malhechor. Siguiendo el consejo de los cristianos de Ki-Tung, el vicario provincial se escondía en desvanes, en alacenas, incluso en sepulcros vacíos del cementerio, de donde salía por la noche para ejercer el ministerio clandestinamente. Para las fiestas de Navidad de 1745, disfrazado de campesino chino, volvió a la misión y se alojó en casa de dos terciarias dominicas, Rosa y Juliana. Desde allí, con toda precaución, podía administrar lo sacramentos, catequizar, animar a los cristianos abatidos, informarse del estado de los misioneros, de los que era responsable, como vicario provincial. En una pesquisa que los soldados llevaron a cabo en la casa de Rosa y Juliana estuvo a punto de ser descubierto, pero logró escapar y esconderse entre dos tabiques. Allí fue descubierto por los soldados que derribaron toda la casa.
Atado con una soga al cuello, lo condujeron al capitán, a quien, respondiendo a sus preguntas, le dijo con toda serenidad que tenía cincuenta y cuatro años, de los que treinta y uno había estado en China, a donde había ido a predicar la ley de Dios.
Fue llevado a la cárcel. La oración, que había sido durante toda su vida la fuerza de su existencia, lo fue con mayor razón en la dura prisión, en la que sufrió en propia carne los famosos martirios chinos, hasta su muerte.
El día 28 de octubre de 1748, terminó su peregrinación por este mundo de la manera más cruel. Estando echado en el suelo, le taparon la cara con una pasta compuesta de papel, huevos y aguardiente, que le taponaba completamente la boca y la nariz. Un testigo relata el final: “Tiramos sobre su cara un saco de cal, nos pusimos de pie sobre su cuerpo, y sólo pudo dar seis palpitaciones. Así expiró”. Su cuerpo fue quemado el día 29 de octubre, y los restos, arrojados al osario de los malhechores. Cuando fue posible, cristianos valerosos se hicieron con las venerables reliquias del mártir aragonés.
La beatificación solemne de Joaquín Royo y otros mártires dominicos la presidió León XIII el 14 de mayo de 1893. Y Juan Pablo II, en una de las más emotivas celebraciones -no exenta de polémica- del Jubileo del Año 2000, el 1 de octubre canonizaba a ciento veinte mártires de China, entre quienes estaba San Joaquín Royo, el protomártir de China, San Francisco Fernández de Capillas y otros misioneros y cristianos chinos.
Fr. José A. Mártinez Puche O.P.