En esto estamos. Somos egoístas y lo hacemos notar en nuestras actitudes a lo largo de nuestra vida. Nos gusta perder el tiempo lamentando lo que deseamos y no tenemos, que suele ser más de lo que poseemos, sin dejar de pensar y calcular cuánto creemos necesitar o como disfrutaremos de lo que tenemos. Y lo hacemos en primera persona: “yo”, “mí”, “para mí”. Mi ego es el centro que domina y rige mi entorno, o eso me creo.
El egoísmo es el sentimiento dominante en nuestra sociedad, y lo que es peor, en nosotros mismos. Perdemos la vida, la dejamos pasar, tratando de acumular riquezas, propiedades, objetos que dejen chicos a los demás, y de pronto nos damos cuenta de que todo eso no nos hace felices, incluso que no sirven para nada. Solo ocupan un lugar y nos dan el trabajo de quitarles el polvo de vez en cuando. Pero no nos sabemos desprender de nada. No sabemos cuestionamos ¿por qué seguimos acumulando inutilidades?
El hombre rico del que nos habla el Evangelio está satisfecho: tiene mucho más de lo que necesita y podrá darse a la buena vida durante mucho tiempo. ¡Qué estupidez! No se da cuenta de que es dueño de mucho, pero no es dueño del tiempo, que siempre corre en contra.
Solemos rezar, guiados por Jesús: “Danos nuestro pan del mañana”, pero en el fondo pretendemos ir más lejos y, en realidad, queremos el pan para muchos días, ponerle precio y comerciar con él.
Cuando nos hemos decidido a acumular riqueza, hemos perdido de vista que solo somos administradores de lo que recibimos, que no somos propietarios, sino canales por los que los bienes de Dios deben llegar a todos los hombres. Nos falta comprender que somos los continuadores de la obra creadora porque para eso nos hizo Dios. Olvidamos que nuestras manos son sus manos, que somos los obreros constructores del Reino de Dios, no de nuestro propio reino.
¿Podemos imaginar un mundo donde todos tengamos lo que necesitamos, todos aportemos lo que tenemos y todos estemos contentos con lo que nos toca? ¿Podríamos plantearnos, siquiera sea teóricamente, que a nadie debe sobrarle y a nadie debe faltarle? ¿Qué excusa podríamos encontrar para tanta guerra, tanta envidia, tanto daño que nos hacemos unos a otros en nombre de unos pretendidos derechos realmente inexistentes?
Y olvidamos que estamos en las manos de Dios y que Dios nos quiere con amor maternal, pero nos ha hecho caducos, con fecha de caducidad escrita en el fondo del envase. Y me surge una pregunta: ¿Podremos mirar a Dios cara a cara cuando lo encontremos?