Fue monje antes que otra cosa y nos invita a mirar con ojos nuevos la vida religiosa. Como obispo, es ejemplo de cercanía y de falta de ambiciones terrenas. Su gran caridad despierta nuestra responsabilidad frente a la pobreza y la enfermedad.
ObispoPanonia, hacia 317 - Candes (Francia), 8-noviembre-397
Martín de Tours es uno de los santos más populares de Francia e incluso de Europa. Centenares de pueblos e iglesias (también en España) evocan su nombre. Son innumerables las vidrieras, imágenes y esculturas que representan la escena en la que un Martín, oficial del ejército, con 18 años y, siendo todavía catecúmeno, comparte su capa con un pobre desnudo, el único vestido que llevaba, puesto que el resto de sus vestidos ya los había repartido con otros pobres. Y, sin embargo, fuera de esta imagen legendaria, pocos son los que tienen ideas precisas de la vida de este hombre, cuya influencia ha sido grande en la Iglesia desde la antigüedad hasta hoy. La «Vida de San Martín», escrita por Sulpicio Severo, es la fuente fundamental en la que se han inspirado todas las biografías de San Martín, y en la que también se inspiran estas reflexiones.
Soldado de Cristo
Monje y obispo
Una vez dejada la milicia, durante la cual fue bautizado, fundó un monasterio en Ligugé, cerca de Poitiers, donde practicó la vida monástica bajo la dirección de San Hilario.
Fue elegido obispo de Tours en julio de 371, por elección popular. […] Tras un episcopado de 26 años, murió en noviembre de 397, a la edad de 81 años. Trabajó en la formación del clero y en la evangelización del mundo rural, combatiendo con habilidad y prudencia las supersticiones populares, sobre todo las paganas, logrando numerosas conversiones. Su modo monástico de vivir, incluso siendo obispo, su dedicación a la oración y contemplación, no sólo no le impedía dedicarse a la actividad apostólica, sino que ésta era tanto más eficaz cuanto que estaba motivada por una vida ejemplar que bebía en las fuentes de la oración.
Defensor del débil y del oprimido
Además de la famosa escena de Martín compartiendo su capa con un pobre, hay otra menos conocida, pero no menos significativa: siendo ya obispo, y yendo hacia la iglesia, se encontró en pleno invierno con un pobre semidesnudo que le pedía un vestido. Martín ordenó al archidiácono que le vistiera inmediatamente, mientras él entraba en la sacristía. Como el archidiácono tardaba, el pobre, llorando y aterido de frío, entró en la sacristía y se quejó al obispo. Martín, entonces, le entregó la túnica que llevaba bajo el alba con la que iba a celebrar la misa. Cuando el archidiácono avisó al obispo de que era la hora de la celebración, éste le dijo que no entraba a la iglesia hasta que el pobre no estuviese vestido. Efectivamente, aunque el archidiácono lo ignorase, Martín se había convertido en ese pobre, que no llevaba ninguna ropa debajo de la vestidura litúrgica. Muy disgustado, el archidiácono fue a comprar un vestido vulgar, que se lo entregó al obispo, diciendo: «He aquí el vestido, pero el pobre ya no está». Martín le hizo salir, se vistió y salió a celebrar la Eucaristía».
La bondad y caridad de Martín se manifestó abundantemente a lo largo de su existencia. En esto, como en muchas otras cosas, su vida fue una auténtica imitación de Cristo. Como Jesús, Martín «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38). Martín curó milagrosamente a muchos enfermos y expulsó a muchos demonios (o lo que su biógrafo y la gente de entonces consideraban corno síntomas de posesión diabólica). Siendo obispo empleó toda su influencia ante los poderosos para defender a los débiles y, cuando fue necesario, no dudó en enfrentarse con los grandes de este mundo.
Mártir sin derramar su sangre
Puesto que en los primeros tiempos de la Iglesia sólo los mártires eran considerados santos y sólo a ellos se les daba culto, Sulpicio Severo, impresionado por la santidad de Martín, se cree obligado a decir: las circunstancias actuales no han podido asegurar el martirio de Martín, pero esto no impedirá que alcance la gloria de los mártires. «Sin verter su sangre», mereció «la plenitud del martirio... Pues, por la esperanza de la eternidad, ¿cuántos sufrimientos no ha soportado: por el hambre, las vigilias, la desnudez, los ayunos, los insultos de los envidiosos, las persecuciones de los malvados, las atenciones a los enfermos, el cuidado de las personas en peligro? ¿Quién fue afligido sin que él no lo estuviera? ¿Quién escandalizado sin que a él no le doliera? ¿Quién ha perecido sin que él haya gemido? Todo esto, por no hablar de sus diversos combates de cada día, que mantuvo contra el poder del mal humano y del mal espiritual. En este hombre, asaltado por tentaciones de todo tipo, siempre triunfó el valor, la paciencia y la serenidad. ¡Cuánta bondad, piedad y caridad indecible la de este hombre! Una caridad que, incluso en un siglo frío en el que hasta los santos se enfrían cada día, él ha perseverado hasta el fin creciendo de día en día».
Su muerte, como lo fue su vida, fue ejemplar y digna de todo elogio. Ocurrió en Candes, a cuya parroquia había acudido para restablecer la paz entre los clérigos. Cuando se disponía a regresar a su monasterio, le abandonaron las fuerzas. No quiso ninguna comodidad para su cuerpo, para dar ejemplo a los suyos de cómo debe morir un cristiano. «Con los ojos y las manos continuamente levantados al cielo, no permitía que su alma invencible cejase en la oración».
Un santo para nuestro tiempo
Fr. Martín Gelabert, O.P.