En este pasaje del evangelio de hoy se omite la tercera de las parábolas de Jesús sobre la misericordia, la que llamamos “del hijo pródigo”, que es la más conocida. Pero esas otras dos son suficientemente elocuentes para hacernos reflexionar sobre el amor de Dios y la alegría del perdón.
La del pastor que busca a la oveja perdida hasta que la encuentra nos habla de la actitud de Dios con nosotros cuando nos alejamos de él e incluso nos perdemos por los vericuetos de la vida. No se olvida de nosotros, no se desentiende, sino que su amor le hace ir a nuestro encuentro adondequiera que nos hayamos descarriado, para atraernos e integrarnos en la comunidad de sus hijos.
La de la mujer que busca la moneda extraviada expresa el afán de Dios por dar con nosotros y comunicar en seguida la buena noticia de nuestro hallazgo, deseando que todos se alegren con él de tenernos de nuevo a su lado. Es decir, que no sólo se preocupa de atraernos hacia sí, sino que exulta de alegría contagiosa por haber recuperado algo muy valioso para él.
Nuestra conversión y la paz y la libertad que nos ha concedido con su perdón suponen para él un regocijo indescriptible: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. No es que valga más éste que los otros, sino que éste ha descubierto una felicidad que los demás ya habían degustado, y eso a Dios también le hace feliz.
¿Nos dejaremos nosotros alcanzar por el perdón de Dios? ¿Seremos capaces de alegrarnos por el perdón que Dios concede a otros pecadores que consideramos quizá peores que nosotros? ¿Daremos gracias ininterrumpidamente por la misericordia que Dios no cesa de mostrar con todos?