El pasaje del Evangelio guarda cierta conexión con la primera lectura, la mirada la tenemos que tener siempre puesta en Dios. Lucas sigue relatando lo que ayer nos mostraba su parábola del administrador infiel, con el fin, de que al desviar nuestra mirada del Tesoro de nuestra vida: Cristo, nuestras acciones se desvíen del amor a Dios y al prójimo. El discípulo, el seguidor, el administrador de Jesucristo tiene que ser fiel. Tarea nada fácil en una sociedad en la que marca caminos muy dispares ante los caminos del Reino.
El lenguaje que nos está presentando Lucas nos muestra una serie de contrarios que de alguna manera vemos como si quisiera remarcar la necesidad de presentar dos planos distintos, que te llevan a realidades distintas: la realidad celeste o a la realidad mundana. Según sea la pureza del obrar de tú corazón trabajarás, te comprometerás, te entregarás a una u otra. Servirás a un señor u otro señor: Al Dios vivo y verdadero. Al que es el Camino, la Verdad y la Vida o al dios dinero, Mammón, que viene a significar cuando tu corazón se inclina hacia la avaricia y la riqueza. En tu actuar se va a ver si eres un administrador fiel o infiel. Si perteneces a los hijos de la luz o de las tinieblas.
La llamada de atención de Jesús es bastante clara: «Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos bolsas que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12,33-34). Estad en vela. Estad despiertos y disponibles para poder encarnar el Mandamiento nuevo de Jesús: «Como yo os he amado» (Jn 15,12), para no perder el norte de lo que tiene que ser nuestra vida de amigos no siervos.
Acumular riquezas. Tratar de buscar tablas de salvación en nuestros egoísmos. Poner siempre por bandera en nuestra vida los intereses particulares. No entregarnos del todo ni confiar en todo momento porque siempre buscamos aferrarnos a algo material que nos dé una esperanza caduca y marchita. Mal vivir una existencia cargada de excusas, de rencores, envidias, en las que por estar centradas en ellas nunca nos sorprende un rayo de alegría. De esa manera se pierde la vida. O mejor dicho se ahoga la vida. Aparece una continua polilla que nos va minando por dentro y no nos deja huecos, insensibles. Aparece el ladrón que nos roba la paz, la alegría. Aparece una especie de óxido que le quita todo el brillo a nuestra mirada y la apartamos de la cruz de Cristo. Sin embargo, Dios conoce nuestros corazones y nos llama a vivir fiel, coherentemente, justamente, libremente, compasivamente, como hijos de la luz.