La liturgia de hoy nos invita a celebrar y honrar al Dios en quien vivimos, nos movemos y existimos, como decía el Apóstol san Pablo a los atenienses en el Areópago. Ese es el Dios de nuestras plegarias, especialmente presente en cada Eucaristía, en las personas que nos encontramos a diario, de forma particular en los más necesitados, y en los acontecimientos pequeños o grandes de la vida, y en lo más íntimo de cada ser. Es el Dios que nos llama a vivir en una comunión más fuerte y más firme con él. Es el Dios que frecuentamos, encontramos y, al mismo tiempo, permanece desconocido. Somos testigos de su presencia, aunque no podamos presentar ninguna prueba contundente. Cuando tratamos de hablar de él, las palabras se quedan cortas, se vuelven insuficientes para expresar su misterio. No obstante, hay que hablar de Dios, pelearnos con el lenguaje si es preciso para poder decir una palabra coherente sobre él, y para proclamar su bondad y su gloria en todas partes.
En este día la Iglesia celebra también la Jornada Pro Orantibus, que trata de focalizar la atención en una vocación eclesial tan particular e importante como la de vivir solo para Dios, para contemplar su misterio, para adorarlo en el silencio, recordándonos a todos que Dios es lo primero y más importante, que él debe estar en el centro de nuestra vida, y que si Dios está en el centro de nuestro corazón todo lo demás estará en su justo lugar.