En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros».
La exégesis típica del pasaje de las bienaventuranzas de Mateo nos presenta este como el código de la nueva alianza promulgado por el nuevo Moisés, esto es, Jesús, representado aquí como líder que, elevado sobre su público, dirige su mensaje al mismo. Leído este texto anacrónicamente desde nuestro momento histórico, no faltará quien vea a Jesús cual político en campaña arengado a los votantes con promesas que bien denostaría alguno incluso como demagogia. Por mal que nos suene esta lectura, habría que conceder a su autor que, si este discurso se hubiera realizado tal cual lo refiere Mateo, sin duda habría producido una buena dosis de decepción sobre los expectantes oyentes, habida cuenta de su incumplimiento en vida del emisor.
En efecto, en una consideración realista y no ingenua (dejándonos arrastrar por pura emotividad) de este pasaje, convendría partir de este hecho y plantearnos el cumplimiento o, por mejor decir, las posibilidades de cumplimiento del proyecto que propone. A tal respecto, las bienaventuranzas pueden entenderse en dos sentidos (con otras tantas funciones): como consuelo o como acicate. Como consuelo, las bienaventuranzas reflejan una visión pesimista sobre el mundo: esta vida es un valle de lágrimas en el que la justicia (sea lo que sea esta) no es posible; sólo nos queda, pues, remitir nuestras expectativas a un más allá ignoto y, desde esa ciega esperanza, obtener el ánimo para lidiar con la condición de un mundo irremediablemente malo. En esta perspectiva, las bienaventuranzas constituyen un proyecto trascendente, orientan hacia una vida trascendente, donde encontrarían su cumplimiento. Esta visión, claro está, tiene validez en una cosmovisión religiosa.
En cuanto que acicate, por su parte, las bienaventuranzas plantean la posibilidad de su cumplimiento en este mundo, si bien al menos parcialmente o intencionalmente. Esta orientación intramundana denota una visión más optimista de la humanidad: esta puede ser no perfecta, pero sí perfectible, no está irremediablemente condenada. Por consiguiente, no se niega que la injusticia exista, pero sí que tenga que predominar. No se trataría tampoco de afirmar ingenuamente que vayamos sin más a trocar la injusticia en justicia (pues tampoco tenemos claro lo que esta sea) pero sí que, aún dentro de la injusticia como pan cotidiano, hay diversos grados entre los que hay movilidad; esto es, que se puede pasar de mayor a menor injusticia. Y aquí está el papel de acicate de las bienaventuranzas: estímulo para nuestra acción, pues lo que se “mueve” no es una abstracción como la idea de justicia, sino las personas; lo que es capaz de mover y remover un discurso como el de las bienaventuranzas es a la persona y a los grupos humanos desde su parálisis resignada a que todo tenga que continuar como está porque no hay alternativa o porque no merece la pena.
Es de destacar, que ambos sentidos de lectura de las bienaventuranzas no son incompatibles, y de hecho esta sería la postura hoy de la Iglesia. No obstante, no menos relevante es el hecho de que el segundo sentido (el de estímulo) no se limita a una concepción religiosa de la vida, sino que, por el contrario, ha tenido y tiene amplia aplicación en la construcción de la vida personal y social en contextos no expresamente cristianos; es este segundo sentido, por tanto, el que dota de un carácter y validez universal a las bienaventuranzas, aún cuando debamos advertir que en una interpretación más genérica que la que el evangelista pretendiera darle. En todo caso, no se nos oculta que si percibimos este carácter universal es porque el espíritu de las bienaventuranzas se encuentra ya en el acervo de la humanidad desde muy antiguo, siendo el discurso elaborado por Mateo un ideario ya recogido en la tradición de las sociedades y culturas, las cuales comparten, al fin, una misma condición vital y unos mismos anhelos.
Sin pretender restar valor a la fuerza de este tipo de discursos (sean las bienaventuranzas de Mateo u otros discursos semejantes dispersos en la literatura mundial o las memorias colectivas de la humanidad), conviene no dejar de advertir dos riesgos ya anunciados: por una parte, dejarnos arrastrar por el poder emotivo de las palabras sin añadir a las mismas la necesaria dosis de raciocinio crítico que transforma el sentimiento en esa capacidad operativa que necesita la puesta en marcha de planes realistas y efectivos; y por otra parte, y directamente relacionado con lo anterior, el riesgo de manipulación demagógica que dirige a las masas sin llevarles a ningún sitio.