A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella.
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre» Y todos se quedaron maravillados.
Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios.
Porque la mano del Señor estaba con él.
El niño crecía y se fortalecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.
Dios busca mediadores para mantener activo su diálogo con la humanidad. Mediadores que sean conformes a su corazón. Lo fue Isaías, que expresa su cansancio y el sentido de sus desvelos; lo fue también Juan el Bautista, profeta de la conversión. Dios busca a hombres y mujeres que sean conformes a su corazón. Formados y moldeados por medio de su palabra, recreados por el dinamismo de su aliento, capaces de generar esperanza, amantes de la vida. Desde el principio Dios hizo al hombre capaz de ser su interlocutor, capaz de responder en su libertad al requerimiento del amor de Dios. El papa Francisco en su encíclica «Fratelli Tutti» define el diálogo de esta manera: Acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto, todo eso se resume en el verbo «dialogar». Para encontrarnos y ayudarnos mutuamente necesitamos dialogar. No hace falta decir para qué sirve el diálogo. Me basta pensar qué sería el mundo sin ese diálogo paciente de tantas personas generosas que han mantenido unidas a familias y a comunidades. El diálogo persistente y lleno de coraje no es noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podamos darnos cuenta. El diálogo pertenece a nuestra vocación más originaria: hemos sido creados para albergar a Dios y su palabra. La opacidad del mundo no se debe solamente a la contingencia de la humanidad, está vinculada también con el hecho de que este mundo es fruto de la libertad y gratuidad de Dios. Si Dios crea es porque ama. El término Crear – en hebreo bar’–, significa literalmente hacer lo nuevo, lo inesperado; en sí mismo expresa la libertad del Creador que de la nada puede hacer lo nuevo y hacerlo gratuitamente. Dios eligió darse a conocer al mundo y revelarle que él mismo es fruto del amor, a través de quienes nada tenían: El diálogo de la salvación nació de la caridad, de la bondad divina: De tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito (Jn 3,16); no otra cosa que un ferviente y desinteresado amor deberá impulsar el nuestro (Pablo VI, Ecclesiam Suam). El ser humano recibe el mundo sin poder por sí mismo reconocer en él la mano que se lo regala, pero Dios le revela su origen e invita al creyente a recibirlo de su amor como una gracia. La discreción es, por tanto, expresión de su amor. Es un riesgo que Dios corre en su infinita libertad: el de verse rechazado. Y bien sabemos, no sólo por la Sagrada Escritura, sino por la experiencia, que la humanidad está profundamente marcada por el rechazo que no cesa de oponerse a Dios, haciendo de la historia humana una historia pecadora. La vinculación a Dios es frágil. Cuando vemos amenazada la vida, nos refugiamos en valores más tangibles y ponemos nuestra confianza en valores en lo que poseemos y podemos manejar. Por eso, el judío es invitado a orar, dos veces al día, la oración Shemá Israel que comienza con estas palabras del Deuteronomio: Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (Dt 6, 4-5). Corazón, alma-vida, fuerza-poder, designan las tres energías fundamentales del ser humano. El corazón es el lugar de todas las pasiones, de todas las vinculaciones. El alma es la vida, lo que hace al ser humano autónomo y libre. La fuerza y el poder tiene sus raíces en el instinto de posesión. El ideal del justo es unificar en su persona todas estas energías para entregarse en su totalidad al Dios uno. Tal y como lo hizo Juan el Bautista. Ese pequeño profeta de la conversión. Quien desfallece en la fe deja de poner en Dios su corazón porque rehúsa darle la vida y pone su confianza en sus propios bienes. Cuando todo va mal se acusa a Dios de silencio y se le reemplaza; cuando todo va bien se le olvida porque no hay necesidad de él. El profeta es un hombre que entiende esa discreción divina, que deja al hombre libre. La lectura de los Hechos de los Apóstoles del día de hoy, nos indica que cuando Juan estaba para concluir el curso de su vida dijo: «Yo no soy quien pensáis, pero mirad, viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias de los pies». Juan, habló de parte de Dios, pero supo hacerse a un lado para que la luz de Cristo brillase por sí misma. De esta manera, Juan disipó toda confusión de la gente que lo tenía como el profeta definitivo. Mirar es saber menguar, empequeñecerse, no como un ser servil, sino como quien es responsable de la vida del otro. Hay que dejar paso a la luz que nos aleje de la oscuridad. Y nuestra luz es Cristo salvador. |