En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tenéis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará.
Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará».
La lectura del evangelio de hoy nos lleva a reflexionar sobre la intención que hay detrás de nuestras acciones. En Israel la práctica religiosa se resumía tradicionalmente en la limosna, la oración y el ayuno; Jesús nos invita a que la práctica de estas buenas obras sea discreta, alejada de toda exhibición y ostentación, que sería hipocresía. Una cosa es dar testimonio de la fe a través de las obras y otra buscar el halago personal. Si lo que buscamos con nuestras buenas obras es quedar bien, ser vistos y admirados por los hombres, esa gloria será nuestra recompensa. Si lo que buscamos es guardar con fidelidad el mandato del Señor, y hacerlo con autenticidad, con el corazón, entonces del Señor vendrá la recompensa: la sinceridad, la rectitud de intención es lo que cuenta para Dios, que mira el interior, el corazón, el verdadero sentir, no las apariencias. Nuestra vida diaria está repleta de oportunidades para demostrar nuestra fe a través de acciones pequeñas pero significativas. La discreción en la caridad, la oración y el ayuno, no debe buscar la aprobación de los demás sino la comunión con Dios. En el trabajo, en la familia y en cada encuentro, estamos llamados a vivir de manera que nuestra fe se refleje en nuestro comportamiento, no como un espectáculo para el reconocimiento humano, sino como una expresión sincera de nuestro amor a Dios y al prójimo. En resumen, el evangelio de hoy nos anima a buscar una autenticidad espiritual que se manifieste en cada aspecto de nuestra vida, recordándonos que la verdadera recompensa de nuestras prácticas espirituales viene de una relación profunda y personal con Dios, más allá de cualquier reconocimiento humano. |