Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».
En el evangelio de hoy, ante la pregunta de Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro responde: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. San Pedro experimentó que las palabras de Jesús contienen vida, sentido, luz, y llevan a estar a gusto, a llenar el corazón, a tener esperanza. Por eso, se dedicó por entero a predicar a Jesús y su evangelio, y no solo a los judíos sino también a los gentiles, lo que trajo consigo ciertos problemas en la iglesia primitiva. No todo en la vida de Pedro fue un camino de rosas. Experimentó la debilidad. También Pedro fue débil. Tan débil que llegó a negar a su Maestro y Señor en el proceso seguido contra Él. “Ni le conozco”. Pero Jesús resucitado salió a su encuentro y, en su debilidad y arrepentimiento, le acogió, le perdonó y le puso al frente de su iglesia. Solamente le pidió que no dejase de amarle: “Pedro ¿me amas?”. Y Pedro nunca dejó de amarle. Vemos cómo los dos también experimentaron la debilidad humana, la negación a Jesús, el “aquello que no quiero eso hago”. Pero por encima de sus debilidades, se vieron inundados por el amor de Cristo que les mantuvo en su seguimiento hasta el final. Los dos entregaron y gastaron su vida por Cristo y por los hermanos, porque Cristo entregó su vida y la gastó por ellos y los hermanos. En el fondo, estos rasgos comunes de Pedro y Pablo son los mismos que los de todo cristiano. Por eso, les podemos robar sus palabras porque son también las nuestras: “Tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero… tú solo tienes palabras de vida eterna…. Para mí la vida es Cristo”. |