Es posiblemente este un fragmento de San Lucas donde podemos encontrar los signos más evidentes de la misericordia divina.
Ante la maledicencia de los “perfectos”, Jesús nos da una verdadera lección de misericordia, de caridad fraterna, de amor al prójimo. Y puede que nosotros no estemos tan lejos de aquellos fariseos tan puros, tan religiosos, tan cumplidores de la ley. ¿Cuántas veces hemos predicado que una manzana podrida puede estropear todo el cesto y conviene apartarla?
Esto, que yo confieso haber practicado en mi vida de catequista, pesa como una losa sobre mi conciencia. ¿Qué derecho tenía yo para juzgar a aquel muchacho revoltoso, desesperante, y apartarlo sin más del grupo? ¿Se parece algo mi acción a la que lleva a cabo el dueño de las ovejas? Es evidente que no y solo espero que aquella acción equivocada, realizada porque así me habían enseñado que había que hacer, no haya producido un daño irreparable a alguna oveja del rebaño del Señor.
No veamos en la actitud de los fariseos una acción malvada. Termina siendo mala, pero la intención es preservar la pureza de la Ley. Una Ley de la que está ausente la misericordia. Jesús es para ellos el enemigo de la Ley y por eso lo acusan. Jesús quiere dar una lección de la verdad de Dios. Un Dios que se entrega a la búsqueda de la oveja descarriada o de la moneda perdida, celebrando cuando las encuentra. Si seguimos leyendo este capítulo de San Lucas, nos vamos a encontrar con la parábola, que mal llamamos, “del Hijo Pródigo” cuando su nombre real debería ser la parábola “del Padre misericordioso”.
Saquemos conclusiones y llegaremos fácilmente a descubrir que Dios está siempre buscándonos, porque somos con frecuencia las ovejas que se descarrían, los hijos que se alejan del hogar, y siempre estamos necesitados de la misericordia y el abrazo del Padre. Pero, ¿estamos nosotros listos para recibir el regalo del amor que se nos ofrece gratuitamente?