Como bien sabemos, la lectura de cualquier texto admite muchos puntos de vista e interpretaciones posibles. En términos de Biblia, también, especialmente cuando nos enfrentamos – como sucede en la liturgia - a fragmentos descontextualizados, lo que nos lleva a preguntarnos por la intención de la autoridad litúrgica al ofrecernos uno de estos fragmentos en una celebración. En el caso del evangelio de hoy, es posible que la interpretación buscada – y, por ende, el mensaje – sea aquella que nos exhorta a entregar toda nuestra vida para posarla confiadamente en las manos de Dios en la espera de su providencia actual y futura.
Si damos por buena esta lectura del texto y la lección que nos regala, podemos plantearnos cuáles son las derivaciones para la vida de esta piadosa viuda que sirve como ejemplo al evangelista. El hecho de que no se trate de una mera figuración sino, por el contrario, de un caso bien real de la vida humana hace que el paradigma de una mujer pobre y en necesidad cobre valor para ponerlo como modelo vital y no como una espiritualización abstracta. Así, ¿qué cabría esperar a esta mujer que deja todas sus opciones en manos de Dios, que apuesta todo a un número?
Para empezar, siempre podemos pensar que, al fin y al cabo, a esta viuda no le queda otra, que, en realidad, no se trata de una apuesta sino de la única inversión a la que puede optar. El presupuesto que sostiene esta hipótesis es que la mujer sabe que en su entorno social no va a encontrar el apoyo que necesita; es el presupuesto de que el mundo es malo y desalmado y, por tanto, sólo cabe la dicotomía Dios providente versus mundo malvado. La confianza en Dios sería, pues, la consecuencia de la desconfianza en los hombres.
Ahora bien, puesta la confianza en la divina providencia, ¿cómo podría manifestarse ésta a favor de esta mujer? Seguramente lo primero que pensemos es que Dios podría obrar alguna acción de tipo sobrenatural – algún milagro - como que Dios podría hacer que a la pobre viuda le tocara la lotería… o que encontrara un marido rico; pero, en realidad, con este tipo de soluciones estamos más acudiendo a la noción de buena fortuna o suerte que a lo se supone que un cristiano concebiría como acción divina.
Porque, en el fondo, ¿cómo puede explicarse un cristiano esa providencia divina? Tomás de Aquino, en el siglo XIII respondió a esta cuestión sin necesidad de acudir a acontecimientos extraordinarios irrumpiendo en el mundo terrenal. Como afirmó, Dios, causa primera de todas las cosas, actúa a través de causas segundas, esto es, Dios actúa en el mundo a través de las realidades del mundo. Si aceptamos esta prudente propuesta, en relación a nuestro caso, ¿cómo cabria pensar que Dios ayude a esta pobre mujer que se ha confiado a Él? La respuesta sería: a través del entorno social en que vive esta mujer, es decir, mediante las personas, el mundo. El recurso que Dios pone a disposición de esta mujer no es sino aquel mismo mundo del que desconfió primero para ponerse en manos de Dios.
Parece, pues, que hemos llegado a una contradicción partiendo de nuestras premisas; lo cual nos lleva a cuestionar nuestros presupuestos iniciales; y lo primero a cuestionarse es la maldad intrínseca de la sociedad, maldad que sería la causa de la desconfianza en la humanidad y, en última instancia, de la búsqueda de Dios por parte del hombre en situación angustiosa. De principio, resultaría cuento menos sospechosa aquella fe que busca en Dios lo que en el mundo no acierta a encontrar, pues, si las circunstancias cambian – cambia la suerte – aquella fe estará de más. En segundo lugar, cuestionémonos la interpretación y mensaje del evangelio que hemos dado por buena: cuando la viuda está echando sus monedas en el Templo, al igual que los ricos, en realidad, ¿qué gesto están haciendo? ¿A quién están entregando su dinero? ¿A Dios? Obviamente, a Dios no le vale para nada. Sin embargo, estas personas están contribuyendo a una función social con sus aportaciones. Sabemos que, entre otras funciones, el Templo de Jerusalén se constituía en la principal institución de la nación y que, como tal, servía a fines no exclusivamente cúlticos sino también sociales, uno de los cuales era la atención a los necesitados. Estas personas, pues, cada una a su nivel, independientemente de la significación que pretendieran dar personalmente a su gesto, están contribuyendo al sostenimiento de un sistema de apoyo social, por precario que fuera. Teniendo, además, en cuenta que la aportación al Templo estaba regulada (impuestos), estamos hablando de un auténtico proceso de redistribución de la riqueza (por muy deficiente que fuera) reglamentado institucionalmente. Es por tanto, una forma de solidaridad institucionalizada vehiculada mediante la religión. Lo que es más, el Templo de Jerusalén no es caso único, sino común en la antigüedad precristiana. Por ende, si esto siempre ha sido así, tenemos un argumento sustancial en contra de la maldad intrínseca en la sociedad, que siempre, aún en sus notables deficiencias, ha sido capaz de incorporar sistemas de solidaridad en sus propias estructuras, con mayor o menor éxito.
En vista de lo cual, cuando nuestra viuda echa sus dos monedillas en el Templo, no está meramente poniendo su vida en manos de un Dios providente para que atienda sus necesidades; ni está “comprando” – como también se puede leer – una supuesta felicidad eterna postmortem. Está contribuyendo con su aportación a la construcción y mantenimiento de un sistema social común, del que también, con sus limitaciones, forma parte un criterio de solidaridad que siempre ha estado presente en la edificación de las comunidades humanas, del cual es elemento constitutivo. La viuda, en efecto, con su gesto, no está desconfiando de la sociedad humana; con su gesto y, en la medida de sus fuerzas, está cooperando en la construcción de la sociedad humana. Esa es su apuesta.
Podríamos, como epílogo, preguntarnos qué diferencia existiría si se elimina a Dios de este esquema. Ciertamente, eso es lo que ha ocurrido en las sociedades modernas. La motivación particular del creyente sería la convicción de que la construcción institucional de una sociedad humana solidaria es el vehículo (la causa segunda tomista) de la acción providente de Dios para con los hombres.