Es palabra de Dios
REFLEXION
En el contexto del sermón del monte y ya casi al final, escuchamos de boca de Jesús tres sentencias. En ellas descubrimos, en el contexto de nuestro hoy, tres invitaciones: respecto a nuestra manera de acoger y predicar el Evangelio; respecto a nuestra manera de relacionarnos con los otros y, por último, respecto a nuestra manera de orientarnos en la vida para buscar la felicidad. Tres aspectos que en el fondo están íntimamente unidos porque se alimentan mutuamente.
La primera sentencia de no dar lo santo a los perros, ni echar las perlas a los cerdos, me hace pensar en otras dos de nuestro refranero español: una es, para aprender lo principal es querer y la otra, comer sin apetito, hace daño y es delito. Y es que las personas, por distintos motivos, no siempre estamos permeables para recibir la lluvia de la Palabra de Dios y no siempre tenemos “hambre” de esta Palabra.
A veces creemos que la predicación es cuestión de un buen método y una buena preparación; y seguramente esto ayuda, pero quizás lo que es importante es estar presente al otro y esperar su momento. Aquel en que, a veces a partir de una situación vivida, a la persona, a nosotros mismos, se le regala una nueva conciencia de sí, una oportunidad de tocar fondo, un cuestionamiento sobre el sentido de lo que vive , algo que despierta el hambre y la sed interior, el deseo de una vida más plena y más auténtica.
Pienso mucho que el tiempo de Dios no es nuestro tiempo, y que acompañar el crecimiento de las personas implica estar cerca y muy atentos a su vida real, para saber acompañar esos momentos que pueden convertirse en tiempo de salvación.
La segunda sentencia, tratad a los demás como queréis que os traten, aparece, expresada de una manera u otra, a lo largo de toda la historia del pensamiento filosófico y religioso, hasta llegar a ser considerada en la ética como la regla de oro de la vida moral. Por ejemplo, en el libro de Tobías 4, 15 aparece en su forma negativa: No hagas a nadie lo que a ti te desagrada. Jesús dirá que en ello consiste la ley y los profetas, es decir que recoge lo esencial del pensamiento bíblico y que por tanto no es sino otra manera de traducir la llamada a vivir el mandato del Amor.
Es verdad que, en lo superficial, no a todos nos gusta o necesitamos lo mismo que los demás. Pero, en lo profundo, todos deseamos lo mejor en el sentido de lo que es bueno para nuestras vidas. En el fondo tratar a los demás como queremos que nos traten es situarnos con cada persona poniéndonos en su lugar, en su piel, deseando lo mejor para ella, su bien, como lo deseamos para nosotros; y actuando con ella conforme a este deseo. Esto exige salir de nosotros mismos hacia la otra persona, estar atentos y desarrollar actitudes de compasión hacia ella; nos invita constantemente a preguntarnos qué es lo que en el fondo necesita y a ser creativos en la manera de responsabilizarnos de ella. Me gusta mucho la palabra ser responsable, en el sentido en que Saint Exupéry habla en su libro del Principito. En el diálogo entre el Principito y la rosa, se van estableciendo lazos entre ambos y al final el principito dirá: “Soy responsable de mi rosa”. Y es que el amor al que somos convocados como hijos de un mismo Padre nos responsabiliza siempre de los otros, nos convierte en servidores unos de los otros, haciendo de este servicio la prueba de que realmente hemos acogido el Evangelio.
La tercera sentencia, nos muestra dos caminos ante nosotros: para entrar en ellos hay dos puertas, una ancha y otra estrecha; es esta segunda la que nos abre el camino, que también será estrecho, hacia la vida. Leer esta sentencia en relación con lo reflexionado acerca de las dos primeras sentencias, puede ayudarnos a evitar caer en las exaltaciones poco evangélicas que del sufrimiento a veces hacemos. Necesitamos abrir nuestra vida a la Palabra y a su fuerza transformadora. Sólo anclados en ella y en el Amor del Padre, viviendo desde él, podremos entender, asumir y acoger el precio del amor.
El amor verdadero significa siempre transitar puertas estrechas, y en él adquieren su sentido, pero es también siempre fuente de alegría auténtica y de vida.