Es palabra de Dios
REFLEXION
Todos los hombres somos grandes y, a la vez, débiles. Es nuestra condición y nuestra gran paradoja. En el terreno de la fe se repite esta contradicción. Lo vemos en el apóstol Santo Tomás, cuya fiesta celebramos hoy. Fue grande al responder afirmativamente a la llamada de Jesús: “Te seguiré donde quiera que vayas”. Y fue débil, en ciertos momentos, al no creer a Jesús, en sus palabras que anunciaban su resurrección.
Santo Tomás, el hombre grande, el seguidor incondicional de Jesús, era también un hombre de poca fe. No se creía que Jesús hubiese resucitado, a pesar de que el mismo Jesús, antes de su muerte se lo hubiese anunciado, a pesar de que los otros apóstoles le habían dicho, “hemos visto al Señor”... él seguía siendo un hombre de poca fe, no creía mucho en Jesús, su adhesión amorosa a él no era suficiente, quería pruebas, quería evidencias. Y Jesús, que seguía amando a sus amigos, que seguía amando a Tomás, a pesar de su poca fe, de su poca correspondencia, se las ofreció: le mostró sus heridas, sus heridas mortales, las heridas ganadas a pulso por haber predicado lo que había predicado y por no haberse vuelto atrás, por no desdecirse. “Mete tu mano en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás metió su mano en unas heridas no de muerte, sino de vida, las heridas mortales se habían convertido en heridas resucitadas, de resurrección. Y Tomás, yendo más allá de lo que veía y palpaba, creyó en la resurrección de Jesús y en su divinidad. “Señor mío y Dios mío”.
¡Cómo nos vemos retratados en Santo Tomás! Somos grandes y débiles, a la vez, en nuestra fe. También nosotros generosamente, con un buen corazón, le dijimos al Señor que le queríamos seguir hasta la muerte: “Te seguiré donde quiera que vayas”. Pero ante esta sociedad descristianizada, en la que Jesús parece que ha muerto y no resucitado, nosotros, como Santo Tomás, hombres débiles y de poca fe, le pedimos una presencia clara y manifiesta, que nos muestre que ha resucitado, que no se esconda tanto... que tengamos una respuesta clara y rotunda a los que todo el día nos siguen preguntando con ironía “¿dónde está tu Dios?
Y Jesús, si mantenemos los ojos de la mente y del corazón abiertos, de una u otra forma, de mil maneras, a través de su palabra, a través de los sacramentos, a través de los hermanos, a través de los acontecimientos... saldrá de nuevo a nuestro encuentro y nos mostrará sus llagas de muerte y de resurrección. “Mete tu mano en mi costado”. Y nuestro corazón volverá a confesar por enésima vez: ¡Señor mío y Dios mío!