El encuentro de Jesús con la viuda de Naín, cuando ésta se dirigía a enterrar a su único hijo nos habla del profundo dolor del corazón humano ante el misterio de la muerte, y de la misericordia del corazón de Cristo con los que sufren. Jesús, en esta ocasión, se siente especialmente conmovido. Se trata del entierro del hijo único de una madre viuda. En tiempos de Jesús, el padre de familia era la garantía del sustento familiar. Estamos ante una madre, viuda y con su único hijo muerto, y por tanto, sin el apoyo necesario para sobrevivir. Dice el texto que al verla «se compadeció de ella» y, delante de todos, le dijo: «No llores». Son palabras de consuelo, compasión y misericordia de Jesús ante una mujer que sufre. A diferencia de otros relatos de curación y milagros, el texto no habla de la fe de la viuda, ni de una petición de ayuda, sino de la compasión de Cristo, que toma la iniciativa, y, con un gesto cargado de autoridad tocó el féretro, y los que lo llevaban se detienen sorprendidos de que no tuviera miedo de incurrir en impureza legal. Jesús no ora a Dios para que volviera a la vida, sino que pronuncia, por su propia autoridad, en cuanto Señor, la orden dirigida directamente al muerto. Y con sólo su palabra —«muchacho, levántate»— resucitó al muerto. El que con la autoridad de unas palabras hace lo que dice, sólo puede ser Dios. La Vida se hacía presente para vencer la muerte. No hay mejor forma de autoproclamarse Dios sin necesidad de decirlo expresamente. En la tradición judía, Dios es considerado como aquel que hace lo que dice. La resurrección del hijo de la viuda de Naín es una prueba de la presencia de Dios entre los hombres. De ahí que los testigos del hecho, según dice el evangelista, sobrecogidos, glorificaban a Dios y decían: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros, Dios ha visitado a su pueblo». Lucas presenta este relato subrayando claramente dos ideas. Por un lado, que Jesús es Dios, el Hijo de Dios, que tiene autoridad para hacer obras maravillosas; que se compadece del dolor humano y ama a los hombres. Y, por otro lado, que es el Señor de la Vida, con poder sobre la muerte, más aún, que transforma la muerte en vida. Y este es el mensaje final de este relato evangélico: la última palabra no la tiene el mal, ni el pecado ni la muerte; la última palabra es de Dios y de la Vida. Ya lo dijo Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 5, 24). Jesús ha resucitado muertos: para enseñarnos que él es la Resurrección y la Vida y que creyendo en él participaremos en su misma resurrección. |